Cristo, cuya Encamación conocen
los católicos y cuya vida nos relatan los Evangelios, ha vivido siempre en el
corazón del hombre. Se cuenta que, tras oír un sermón sobre la vida de Jesús,
un anciano hindú solicitó recibir el bautismo. «Pero, ¿cómo puedes pedirlo tan
rápidamente?», preguntó el predicador. «¿Has oído antes de ahora el nombre de
Jesús?». «No, replicó el anciano, pero lo conozco y he estado buscándolo
durante toda mi vida».
Pasemos ahora a considerar un
camino nuevo por el que Jesús se nos acerca buscando nuestra amistad; un camino
nuevo y, por supuesto, unos nuevos dones con los que nos atrae hacia Él. No nos
basta conocerle solamente en nuestro interior, no es suficiente decir:
«interiormente es mi amigo y no necesito nada más». No es una auténtica amistad
la que considera inútiles a la Iglesia o a los sacramentos sin preguntarse
primero quién los ha instituido para acercarse a los hombres. Y debemos
recordar especialmente que, al recibir el Santísimo Sacramento, nos concede
Cristo ciertas gracias a las que no podríamos aspirar de otro modo. Él se nos
acerca y se une a nosotros no sólo con su divinidad, sino con la misma amable y
adorable humanidad que asumió al venir a este mundo.
Lo primero que percibimos en
nuestra relación con Jesús Sacramentado es la viva impresión que produce el
esplendor de la liturgia cuando el sacerdote bendice con la custodia al pueblo,
o la solemnidad inusitada que reviste la procesión del Corpus Christi en tantos
pueblos y ciudades, la honda devoción que se manifiesta en la fe de los
creyentes, adoradores mudos de la majestad divina. Toda la riqueza del culto
eucarístico es la pobre, pero amorosa, respuesta del hombre a la locura de amor
de un Dios que se anonada para quedarse con nosotros hecho pan. La solemnidad
de ese culto contrasta violentamente con algo que sucedió hace veinte siglos
cuando el Dios-Hombre dijo ante un trozo de pan en una modesta habitación:
«Esto es mi cuerpo».
Aquí reflexionaremos sobre la
portentosa manera en que Cristo llega a nosotros a través de la materia de este
mundo, perceptible por nuestros sentidos, ofreciendo su amistad de un modo
inequívoco a los que se le acercan con sencillez.
✠ ✠ ✠
En éste, como en otros muchos
aspectos, la vida eucarística de Jesús presenta un maravilloso paralelismo con
su vida en la tierra. Él, que era toda la sabiduría y todo el poder, «crecía en
edad y sabiduría», es decir, manifestaba gradualmente las características de la
divinidad –vida y sabiduría– inherentemente unidas, desde siempre, a su
persona; y así, el que trabajaba en el taller de carpintero era Dios desde el
principio. Pues bien, la vida eucarística sigue el mismo proceso: la doctrina
del sacramento ha ido enriqueciendo su exposición y desarrollando gradualmente
lo que siempre había sido.
Jesucristo, pues, mora hoy en
nuestros sagrarios realmente como vivió en Nazareth con su naturaleza humana. Y
lo hace generosamente, con el fin mostrarse accesible a todos los que,
conociéndole interiormente, desean hacerlo con mayor intensidad aún.
Esta presencia de Jesús es la
que crea la asombrosa diferencia –confesada incluso por los no católicos– entre
el ambiente de nuestras iglesias y el de otros templos. Es tan patente esta
diferencia que para explicarla se han barajado miles de teorías: «Es la
sugestión del punto de luz que brilla junto al sagrario». «Es la extraordinaria
pericia con la que están proyectadas las iglesias». «Es el aroma del incienso».
Y es todo y es nada, excepto lo que los católicos sabemos: ¡la Presencia real
del más hermoso de los hijos de los hombres atrayendo a sus hermanos hacia Él! Ante
esta presencia extraordinaria la novia de ayer le ofrece la nueva vida que hoy
se abre ante ella; el que va a morir mañana, su vida pasada; y lo mismo el desdichado
y el feliz, el filósofo y el necio, el viejo y el niño..., personas de distinto
temperamento, de distinta cultura, de distinta nacionalidad, todas unidas en lo
único que puede unirlas: la intimidad con el amor de sus corazones. ¿Hay algo
más característico del Jesús de los Evangelios que esa accesibilidad que le hace
esperar a todo el que desee acercarse; esa ternura indiscriminada, o el hecho
de no rechazar a nadie? ¿Y hay algo más característico de ese Cristo que su
deseo de que le reconozcamos no sólo en nuestro interior, sino fuera de nosotros
mismos, no sólo en la intimidad de las conciencias, sino también en el espacio
y en tiempo?
De este modo, pues, cumple el
requisito esencial de la auténtica amistad, que es la humildad, y se entrega a
merced de un mundo que desea hacer suyo, y se ofrece bajo un aspecto aún más
pobre que el de los días de su vida mortal. Pero, por medio de la doctrina de
su Iglesia, por las ceremonias en las que se nos presenta, y por el
reconocimiento de sus amigos indica a quienes siempre le aceptaron y le amaron
que quien está ahí es Él, el deseo de todas las naciones y el amante de todas
las almas.
✠ ✠ ✠
Sin embargo, Jesús no entra en
el tabernáculo directamente. A la llamada de sus sacerdotes se hace antes presente
en el altar bajo la forma de víctima. Durante el sacrificio de la Misa se
presenta ante el Padre Eterno y ante el mundo con el mismo propósito que cuando
pendía de la Cruz, es decir, realiza el mismo gesto que llevó a cabo una vez en
el Calvario, el mismo gesto con el que manifestaba el deseo ardiente de aquella
amistad en cuyo nombre llamaba a nuestros corazones, la culminación del amor
más grande: el que «lleva a dar la vida por los amigos».
Esta es, por supuesto, una
concepción impensable para quienes saben muy poco o nada sobre el Jesús vivo,
aquellos que solamente conocen de Él (como lo admiten abiertamente) lo que
figura en las portadas de los libros. Para tales personas el sacrificio se
cierra del mismo modo que se cierra un libro del que queda únicamente el
recuerdo. Incluso para quienes saben algo más de Jesús, los que son conscientes
de que vive una auténtica vida en el interior de los corazones –es decir,
personas de una sincera espiritualidad–, la doctrina católica del sacrificio de
la Misa les parece disminuir la perfección del sacrificio del Calvario. Sin
embargo, para el católico que disfruta de la amistad de Cristo, del
conocimiento del Jesús de «ayer, hoy y siempre», este sacrificio continúa renovándose
inevitablemente. En este sentido Cristo sigue siendo el mismo que fue en el
Calvario: la Víctima eterna en cada altar, sólo a través de la cual «podemos
llegar al Padre».
En el tabernáculo, pues, Cristo
se nos ofrece como un amigo: el altar nos lo presenta realizando el acto eterno
por medio del cual su Humanidad ganó el derecho a pedir nuestra amistad.
✠ ✠ ✠
Y ahora nos encontramos ante la
última etapa de su humillación, una etapa en la cual nuestro Amigo y nuestra
Víctima se convierte en nuestro alimento. Es tan grande su amor por nosotros
que no le basta hacerse el objeto de nuestra adoración, no le basta cargar con
nuestros pecados ni le basta, sobre todo, morar en el interior de nuestras
almas en una intimidad solamente perceptible bajo la luz espiritual. No; en la
comunión desciende al peldaño de lo sensible al que frecuentemente tratamos de
acceder en vano; mientras nosotros «estamos muy lejos» corre a nuestro
encuentro. Y allí, dejando a un lado esos pobres signos de realeza con los que
pretendemos honrarle, dejando los ornamentos y las flores y las luces, no sólo
se une a nosotros alma con alma en la intimidad de la oración, sino cuerpo con
cuerpo en la forma sensible de su vida sacramental.
Esta es, pues, la prueba más
grande y definitiva que Jesús pudo darnos. Y lo hizo. El que se sentaba a comer
con los pecadores se les da como alimento. Aquel a cuya mesa desearíamos
acercarnos como sirvientes se dispone a servirnos. El que vive en lo más
profundo de nuestro corazón, el que se encarnó a la vista de los hombres,
repite el acto supremo de amor y, bajo las apariencias sensibles, se ofrece a
ojos que ansían verlo. Si la humildad es imprescindible para la amistad, Él es
el Amigo por excelencia. Y los que no «le reconocen al partir el pan» no pueden
percibir ni un ápice de sus perfecciones. Si su naturaleza humana viviera
únicamente en el cielo, a la derecha de la majestad del Altísimo, no sería el
Cristo de los Evangelios. Si su naturaleza divina viviera únicamente en el
corazón de los que lo reciben, no sería el Cristo de Cafarnaún y Jerusalén.
Él, el creador del mundo; el que una vez asumió la forma de la criatura; el que morando en una luz inaccesible descendió a nuestra más profunda oscuridad, Él es nuestro Dios; un Dios que deseaba tan apasionadamente la amistad de los hombres que los hizo a su imagen y semejanza; el Jesucristo del Evangelio y la vida interior, que «venciendo a la muerte ya no muere»; el que llevó nuestra naturaleza humana a la gloria perdida por el pecado; el que, por encima de todas las leyes, las emplearía para sus propósitos; y el que se ofreció a sí mismo como víctima por nosotros no una, sino miles de veces; y no una, sino miles de veces como alimento; y no en una ocasión única, sino eterna e invariablemente.
Ese es nuestro Amigo, el Jesús
que hemos conocido a través de los Evangelios y en nuestros corazones: nuestro
Amigo por derecho y por deseo.
Ante ese sacramento que es Él
mismo aprendamos, pues, algo de su humildad. Y, así como Él se desprende de su
gloria, debemos desprendernos nosotros del orgullo al que no tenemos derecho...
y de todos nuestros rasgos y matices de vanidad y autocomplacencia que son el
mayor obstáculo a sus planes amorosos. Debemos postrarnos en el polvo, delante
de esos pies divinos y benditos que no sólo por Jerusalén hace dos mil años,
sino por nuestras ciudades, caminan incansables buscando y salvando nuestras
almas.
* De Robert H. Benson, en «La amistad
de Cristo», Ediciones Logos – Argentina - 2011, págs. 25-31.
El que desee descargar y guardar el texto precedente en PDF, ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ
blogpanisangelorum@gmail.com
Comentarios
Publicar un comentario