Cristo en la Eucaristía

 Yo soy el pan de vida (Jn. 6, 35)

 Hasta este momento nos hemos ocupado de la amistad con Cristo. Una amistad que, recordemos, no se limita únicamente a los católicos, sino a todos los que conocen el nombre de Jesús y, en cierto sentido, a todo ser humano. Y es que nuestro Señor es «la luz que alumbra a todo hombre»; es su voz la que nos habla a través de la conciencia, por muy oscurecida que esté por el pecado; suya es la imagen ideal que se dibuja en la penumbra de los corazones que lo ansían. Marco Aurelio, Gautama, Confucio, Mahoma y todos sus discípulos, a pesar de no haber oído nunca el nombre de Jesús, o de haberlo rechazado sin culpa, le buscaban sin saberlo. Decir lo contrario sería terrible, ya que no podríamos afirmar que nuestro Salvador es, en su auténtico sentido, el Salvador del mundo. También se encarnó y sufrió muerte de cruz por los que, sin conocerle, pecan contra su conciencia. Los que conociendo por razón natural lo que está bien y lo que está mal, hacen el mal.

Cristo, cuya Encamación conocen los católicos y cuya vida nos relatan los Evangelios, ha vivido siempre en el corazón del hombre. Se cuenta que, tras oír un sermón sobre la vida de Jesús, un anciano hindú solicitó recibir el bautismo. «Pero, ¿cómo puedes pedirlo tan rápidamente?», preguntó el predicador. «¿Has oído antes de ahora el nombre de Jesús?». «No, replicó el anciano, pero lo conozco y he estado buscándolo durante toda mi vida».

Pasemos ahora a considerar un camino nuevo por el que Jesús se nos acerca buscando nuestra amistad; un camino nuevo y, por supuesto, unos nuevos dones con los que nos atrae hacia Él. No nos basta conocerle solamente en nuestro interior, no es suficiente decir: «interiormente es mi amigo y no necesito nada más». No es una auténtica amistad la que considera inútiles a la Iglesia o a los sacramentos sin preguntarse primero quién los ha instituido para acercarse a los hombres. Y debemos recordar especialmente que, al recibir el Santísimo Sacramento, nos concede Cristo ciertas gracias a las que no podríamos aspirar de otro modo. Él se nos acerca y se une a nosotros no sólo con su divinidad, sino con la misma amable y adorable humanidad que asumió al venir a este mundo.

Lo primero que percibimos en nuestra relación con Jesús Sacramentado es la viva impresión que produce el esplendor de la liturgia cuando el sacerdote bendice con la custodia al pueblo, o la solemnidad inusitada que reviste la procesión del Corpus Christi en tantos pueblos y ciudades, la honda devoción que se manifiesta en la fe de los creyentes, adoradores mudos de la majestad divina. Toda la riqueza del culto eucarístico es la pobre, pero amorosa, respuesta del hombre a la locura de amor de un Dios que se anonada para quedarse con nosotros hecho pan. La solemnidad de ese culto contrasta violentamente con algo que sucedió hace veinte siglos cuando el Dios-Hombre dijo ante un trozo de pan en una modesta habitación: «Esto es mi cuerpo».

Aquí reflexionaremos sobre la portentosa manera en que Cristo llega a nosotros a través de la materia de este mundo, perceptible por nuestros sentidos, ofreciendo su amistad de un modo inequívoco a los que se le acercan con sencillez.

   

En éste, como en otros muchos aspectos, la vida eucarística de Jesús presenta un maravilloso paralelismo con su vida en la tierra. Él, que era toda la sabiduría y todo el poder, «crecía en edad y sabiduría», es decir, manifestaba gradualmente las características de la divinidad –vida y sabiduría– inherentemente unidas, desde siempre, a su persona; y así, el que trabajaba en el taller de carpintero era Dios desde el principio. Pues bien, la vida eucarística sigue el mismo proceso: la doctrina del sacramento ha ido enriqueciendo su exposición y desarrollando gradualmente lo que siempre había sido.

Jesucristo, pues, mora hoy en nuestros sagrarios realmente como vivió en Nazareth con su naturaleza humana. Y lo hace generosamente, con el fin mostrarse accesible a todos los que, conociéndole interiormente, desean hacerlo con mayor intensidad aún.

Esta presencia de Jesús es la que crea la asombrosa diferencia –confesada incluso por los no católicos– entre el ambiente de nuestras iglesias y el de otros templos. Es tan patente esta diferencia que para explicarla se han barajado miles de teorías: «Es la sugestión del punto de luz que brilla junto al sagrario». «Es la extraordinaria pericia con la que están proyectadas las iglesias». «Es el aroma del incienso». Y es todo y es nada, excepto lo que los católicos sabemos: ¡la Presencia real del más hermoso de los hijos de los hombres atrayendo a sus hermanos hacia Él! Ante esta presencia extraordinaria la novia de ayer le ofrece la nueva vida que hoy se abre ante ella; el que va a morir mañana, su vida pasada; y lo mismo el desdichado y el feliz, el filósofo y el necio, el viejo y el niño..., personas de distinto temperamento, de distinta cultura, de distinta nacionalidad, todas unidas en lo único que puede unirlas: la intimidad con el amor de sus corazones. ¿Hay algo más característico del Jesús de los Evangelios que esa accesibilidad que le hace esperar a todo el que desee acercarse; esa ternura indiscriminada, o el hecho de no rechazar a nadie? ¿Y hay algo más característico de ese Cristo que su deseo de que le reconozcamos no sólo en nuestro interior, sino fuera de nosotros mismos, no sólo en la intimidad de las conciencias, sino también en el espacio y en tiempo?

De este modo, pues, cumple el requisito esencial de la auténtica amistad, que es la humildad, y se entrega a merced de un mundo que desea hacer suyo, y se ofrece bajo un aspecto aún más pobre que el de los días de su vida mortal. Pero, por medio de la doctrina de su Iglesia, por las ceremonias en las que se nos presenta, y por el reconocimiento de sus amigos indica a quienes siempre le aceptaron y le amaron que quien está ahí es Él, el deseo de todas las naciones y el amante de todas las almas.

  

Sin embargo, Jesús no entra en el tabernáculo directamente. A la llamada de sus sacerdotes se hace antes presente en el altar bajo la forma de víctima. Durante el sacrificio de la Misa se presenta ante el Padre Eterno y ante el mundo con el mismo propósito que cuando pendía de la Cruz, es decir, realiza el mismo gesto que llevó a cabo una vez en el Calvario, el mismo gesto con el que manifestaba el deseo ardiente de aquella amistad en cuyo nombre llamaba a nuestros corazones, la culminación del amor más grande: el que «lleva a dar la vida por los amigos».

Esta es, por supuesto, una concepción impensable para quienes saben muy poco o nada sobre el Jesús vivo, aquellos que solamente conocen de Él (como lo admiten abiertamente) lo que figura en las portadas de los libros. Para tales personas el sacrificio se cierra del mismo modo que se cierra un libro del que queda únicamente el recuerdo. Incluso para quienes saben algo más de Jesús, los que son conscientes de que vive una auténtica vida en el interior de los corazones –es decir, personas de una sincera espiritualidad–, la doctrina católica del sacrificio de la Misa les parece disminuir la perfección del sacrificio del Calvario. Sin embargo, para el católico que disfruta de la amistad de Cristo, del conocimiento del Jesús de «ayer, hoy y siempre», este sacrificio continúa renovándose inevitablemente. En este sentido Cristo sigue siendo el mismo que fue en el Calvario: la Víctima eterna en cada altar, sólo a través de la cual «podemos llegar al Padre».

En el tabernáculo, pues, Cristo se nos ofrece como un amigo: el altar nos lo presenta realizando el acto eterno por medio del cual su Humanidad ganó el derecho a pedir nuestra amistad.

  

Y ahora nos encontramos ante la última etapa de su humillación, una etapa en la cual nuestro Amigo y nuestra Víctima se convierte en nuestro alimento. Es tan grande su amor por nosotros que no le basta hacerse el objeto de nuestra adoración, no le basta cargar con nuestros pecados ni le basta, sobre todo, morar en el interior de nuestras almas en una intimidad solamente perceptible bajo la luz espiritual. No; en la comunión desciende al peldaño de lo sensible al que frecuentemente tratamos de acceder en vano; mientras nosotros «estamos muy lejos» corre a nuestro encuentro. Y allí, dejando a un lado esos pobres signos de realeza con los que pretendemos honrarle, dejando los ornamentos y las flores y las luces, no sólo se une a nosotros alma con alma en la intimidad de la oración, sino cuerpo con cuerpo en la forma sensible de su vida sacramental.

Esta es, pues, la prueba más grande y definitiva que Jesús pudo darnos. Y lo hizo. El que se sentaba a comer con los pecadores se les da como alimento. Aquel a cuya mesa desearíamos acercarnos como sirvientes se dispone a servirnos. El que vive en lo más profundo de nuestro corazón, el que se encarnó a la vista de los hombres, repite el acto supremo de amor y, bajo las apariencias sensibles, se ofrece a ojos que ansían verlo. Si la humildad es imprescindible para la amistad, Él es el Amigo por excelencia. Y los que no «le reconocen al partir el pan» no pueden percibir ni un ápice de sus perfecciones. Si su naturaleza humana viviera únicamente en el cielo, a la derecha de la majestad del Altísimo, no sería el Cristo de los Evangelios. Si su naturaleza divina viviera únicamente en el corazón de los que lo reciben, no sería el Cristo de Cafarnaún y Jerusalén.

Él, el creador del mundo; el que una vez asumió la forma de la criatura; el que morando en una luz inaccesible descendió a nuestra más profunda oscuridad, Él es nuestro Dios; un Dios que deseaba tan apasionadamente la amistad de los hombres que los hizo a su imagen y semejanza; el Jesucristo del Evangelio y la vida interior, que «venciendo a la muerte ya no muere»; el que llevó nuestra naturaleza humana a la gloria perdida por el pecado; el que, por encima de todas las leyes, las emplearía para sus propósitos; y el que se ofreció a sí mismo como víctima por nosotros no una, sino miles de veces; y no una, sino miles de veces como alimento; y no en una ocasión única, sino eterna e invariablemente.

Ese es nuestro Amigo, el Jesús que hemos conocido a través de los Evangelios y en nuestros corazones: nuestro Amigo por derecho y por deseo.

Ante ese sacramento que es Él mismo aprendamos, pues, algo de su humildad. Y, así como Él se desprende de su gloria, debemos desprendernos nosotros del orgullo al que no tenemos derecho... y de todos nuestros rasgos y matices de vanidad y autocomplacencia que son el mayor obstáculo a sus planes amorosos. Debemos postrarnos en el polvo, delante de esos pies divinos y benditos que no sólo por Jerusalén hace dos mil años, sino por nuestras ciudades, caminan incansables buscando y salvando nuestras almas.

* De Robert H. Benson, en «La amistad de Cristo», Ediciones Logos – Argentina - 2011, págs. 25-31.

El que desee descargar y guardar el texto precedente en PDF, ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ

blogpanisangelorum@gmail.com

Comentarios