“El
Padre busca adoradores en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23)
En este divino Sacramento Jesús
está vivo y quiere que le hablemos. Él por su parte hablará con nosotros.
Todos pueden conversar con
nuestro Señor, puesto que allí se ha quedado para todos. Además, ¿no dijo, sin
exceptuar a nadie, “Venid a mí todos”?
Este coloquio espiritual que se
establece entre el alma y nuestro Señor es la verdadera meditación eucarística,
es lo que constituye en realidad la adoración.
A todos se conceden las gracias
necesarias para hacer bien esta adoración; mas para asegurar el éxito y evitar
la rutina y la aridez de espíritu y del corazón, es necesario que los
adoradores sigan los movimientos de su gracia particular y los que les inspiren
los diversos misterios de la vida de nuestro Señor, de la santísima Virgen y de
las virtudes de los santos, a fin de honrar y glorificar al Dios de la
Eucaristía, por todas las virtudes de que nos dio ejemplo durante su vida
mortal, lo mismo que por las virtudes de los santos, para quienes Él mismo fue
la gracia y el fin, y hoy es la corona de gloria.
Vuestra hora de adoración la
habéis de considerar como una hora de paraíso; id a ella como si fueseis al
cielo, como a un banquete divino, y veréis cuánto la deseáis, y cómo la
saludáis con regocijo. Fomentad suavemente en vuestro corazón su deseo. Repetid
en vuestro interior: “Dentro de cuatro, de dos, de una hora... iré a la
audiencia de amor y de gracia que me ha concedido nuestro señor Jesucristo. Él
es quien me llama, me espera, y desea tenerme a su lado”.
Cuando os toque una hora costosa
a la naturaleza, alegraos más: con el sufrimiento crecerá vuestro amor a Jesús:
aceptadla como una hora privilegiada, pues os valdrá por dos.
Si por vuestros achaques,
enfermedad o por otra causa cualquiera os encontráis imposibilitados de hacer
vuestra adoración, dejad que el corazón se contriste un instante y volad con el
pensamiento al lado de Jesús, uniéndoos espiritualmente a los que le adoran en
esos momentos. Durante vuestros viajes, cuando estéis ocupados en vuestros
trabajos o postrados en el lecho del dolor, procurad guardar mayor recogimiento
y conseguiréis el mismo fruto que si hubieseis podido ir a postraros a los pies
del buen maestro. Él os tomará en cuenta esta hora y tal vez se duplicará su
valor.
Id a nuestro Señor como sois,
haciendo la meditación con toda naturalidad. Antes de echar mano de los libros,
agotad el caudal de vuestra piedad y de vuestro amor. Aficionaos al libro de la
humildad y del amor, cuya lectura es inagotable. Bien está que os valgáis de
algún libro piadoso, para volver al buen camino del que os habíais desviado
cuando el espíritu comenzó a divagar, o se adormecían vuestros sentidos; pero
tened en cuenta que el buen Maestro prefiere la pobreza de vuestro corazón a
los más sublimes pensamientos y santos afectos que os puedan prestar otros.
Busca vuestro corazón y no el de los demás; busca los pensamientos y la oración
que de él os broten como expresión natural del amor que le profesáis.
Frecuentemente, el no querer
presentarnos al Señor con nuestra propia miseria y pobreza, que nos humilla, es
efecto de un sutil amor propio, de la impaciencia o de la cobardía; y, sin
embargo, eso es lo que prefiere a todo lo demás y lo que en nosotros ama y
bendice. ¿Es la aridez la que seca vuestros afectos? ... Glorificad a Dios y
pedidle su gracia, sin la cual nada podéis: abrid entonces vuestra alma a las
influencias del cielo, como la flor abre su cáliz a la salida del sol para
recibir el benéfico rocío.
Si os halláis en la más completa
impotencia, con el espíritu sumido en tinieblas, zarandeado el corazón por su
frivolidad y el cuerpo atormentado por el dolor, haced la adoración del pobre,
salid de vuestra pobreza e id a refugiaros en nuestro Señor; o bien,
ofrecédsela para que su bondad tenga la ocasión de convertírosla en abundante riqueza,
lo cual será una obra digna de su gloria.
Pero resulta que os encontráis
tristes y afligidos, de manera que todo se revela en vosotros y os impulsa a
dejar la adoración, so pretexto de que ofendéis a Dios, de que, en vez de
servirle, le deshonráis... ¡Oh, no!, no le prestéis oídos, ni os seduzca tan
especiosa tentación, pues esa adoración es la adoración del combate, con lo que
probáis vuestra fidelidad a Jesús contra vosotros mismos. No, no; no le
desagradáis, antes, al contrario, regocijáis a vuestro Señor que os está
mirando. Si Satanás ha turbado vuestra quietud y sosiego es porque Él se lo ha
permitido, y ahora, viendo cómo peleáis, espera que le prestéis el homenaje de
vuestra perseverancia hasta el último instante del tiempo que le habéis prometido.
Que la confianza, la sencillez y un grande amor a Jesús os acompañen siempre
que vayáis a adorarle.
II
¿Queréis ser felices en el amor
a Jesús? Vivid pensando continuamente en la bondad de Jesús, bondad siempre
nueva para vosotros. Ved cómo trabaja el amor de Jesús sobre vosotros.
Contemplad la belleza de sus virtudes; considerad más bien los efectos de su
amor que sus ardores; el fuego del amor es en nosotros algo pasajero, pero su
verdad permanece. Comenzad todas vuestras adoraciones por un acto de amor, que
así abriréis deliciosamente el alma a la acción de la divina gracia. Muchas
veces os detenéis en el camino porque empezáis por vosotros mismos; otras os
extraviáis, porque os fijáis en alguna otra virtud que no es la del amor. ¿No
abrazan los niños a su madre aún antes de hacer lo que les manda? El amor es la
única puerta del corazón.
¿Queréis distinguiros por la
nobleza de vuestro amor?... Al que es el amor por esencia habladle del amor.
Hablad a Jesús de su Padre celestial, a quien tanto ama; recordadle los
trabajos que se ha impuesto por la gloria de su Padre e inundaréis su espíritu
de felicidad. Él, en retorno, os amará cada vez más.
Hablad a Jesús del amor que
tiene a todos los hombres y veréis cómo la alegría y el contento ensanchan su divino
pecho, al mismo tiempo que vosotros participáis de esos dulces afectos;
habladle de la santísima Virgen y le renovaréis la dicha de un buen hijo que,
como Jesús, ama entrañablemente a su madre; habladle de sus Santos y le
glorificaréis reconociendo la eficacia de su gracia.
El secreto del amor está en
olvidarse, como san Juan Bautista, de sí mismo, para ensalzar y alabar a
Jesucristo.
El verdadero amor no atiende a
lo que da, sino a lo que merece el amado.
Si obráis de esta manera,
satisfecho Jesús de vuestra conducta, os hablará de vosotros mismos, os
manifestará su cariño y preparará vuestro corazón para que al aparecer en él
los primeros rayos del sol de su divino amor quede abierto a la acción de la
gracia, a la manera que la flor, húmeda y fría durante la noche, abre su corola
al recibir los primeros fulgores del astro del día. Entonces su voz dulcísima
penetrará en vuestra alma como el fuego penetra en los combustibles y podréis
decir con la esposa de los Cantares: “Mi alma se ha derretido de felicidad a la
voz de mi amado” (Cant 5, 4). Escucharéis esta voz en silencio, o mejor, en el
acto más intenso y suave del amor: os identificaréis con Él.
El obstáculo más deplorable al
desenvolvimiento de la gracia del amor en nosotros es el comenzar por nosotros
mismos tan pronto como llegamos a los pies del buen Maestro, hablándole,
enseguida, de nuestros pecados, de nuestros defectos y de nuestra pobreza
espiritual; es decir, que nos cansamos la cabeza con la vista de nuestras
miserias, y contristamos el corazón oprimiéndolo por el pensamiento de tanta
ingratitud e infidelidad. De esta manera la tristeza produce pena, y la pena
desaliento; y, para recobrar libertad en presencia del Señor, no salimos de
este laberinto sino a fuerza de humildad y de angustia y de sufrimiento.
No procedáis así en adelante. Y
como quiera que los primeros movimientos de vuestra alma determinan, de
ordinario, las acciones subsiguientes, ordenadlos a Dios y decidle “Amado Jesús
mío, ¡cuánta es mi felicidad y qué alegría experimento al tener la dicha de
venir a verte, de venir a pasar en tu compañía esta hora y poderte expresar mi
amor! ¡Qué bueno eres, pues que me has llamado!; ¡cuán amable, no desdeñándote
en amar a un ser tan despreciable como yo! ¡Oh, sí, sí; quiero corresponder amándote
con toda mi alma!”.
El amor os ha abierto ya la
puerta del corazón de Jesús: entrad, amad y adorad.
III
Para ser buenos adoradores es
preciso que recordéis continuamente que Jesucristo, realmente presente en la
sagrada Eucaristía, reproduce y glorifica en ella todos los misterios y todas
las virtudes de su vida mortal.
Recordad que la santísima
Eucaristía es Jesucristo con su pasado, presente y futuro; que es el último
desenvolvimiento de la Encarnación y de la vida mortal del Salvador. Por la sagrada
Eucaristía Jesucristo nos comunica todas las gracias, a Ella afluyen todas las
verdades, y al pronunciar la palabra Eucaristía lo hemos dicho todo, puesto que
es Jesucristo mismo.
Sea la adorable Eucaristía el
punto de partida al comenzar vuestras meditaciones sobre los misterios, las
virtudes y verdades de la religión. Puesto que ella es el foco y las demás
verdades los rayos, partamos siempre del foco y así irradiaremos también
nosotros.
¿Qué cosa más sencilla que
relacionar el nacimiento de Jesús en el establo de Belén con su nacimiento
sacramental sobre el altar y en nuestros corazones?
¿Quién no ve en la Hostia
encerrada en el sagrario una continuación de la vida oculta de Jesús en
Nazaret; y en el santo sacrificio de la misa, que se ofrece sin interrupción en
todas partes, una celebración de la pasión del Hombre-Dios en el calvario?
¿No es Jesucristo en el
santísimo Sacramento tan dulce y humilde como lo fue en su vida mortal?
¿No es ahora, como entonces, el
buen Pastor, el consolador por excelencia, el amigo más fiel de todos los
hombres?
¡Feliz el alma que sabe
encontrar en la Eucaristía a Jesús y todas las cosas!
San Pedro Julián Eymard, en “Obras Eucarísticas” - 4ª edición – Ediciones Eucaristía, Padres Sacramentinos, 1963.
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