A primera vista, el Evangelio no
habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo,
no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los
Apóstoles, «concordes en la oración» (cf. Hch 1, 14), en
la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés.
Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones
eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos «en la
fracción del pan» (Hch 2, 42).
Pero, más allá de su
participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la
Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud
interior. María es mujer «eucarística» con toda su vida. La
Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con
este santísimo Misterio.
54. Mysterium
fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal
manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra
de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta.
Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: «¡Haced
esto en conmemoración mía!», se convierte al mismo tiempo en aceptación de la
invitación de María a obedecerle sin titubeos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,
5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece
decirnos: «no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de
transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su
cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva
de su Pascua, para hacerse así “pan de vida”».
55. En cierto sentido,
María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que
ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno
virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras
remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con
la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la
realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta
medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies
del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
56. María, con toda su vida junto a
Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús
al templo de Jerusalén «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería
«señal de contradicción» y también que una «espada» traspasaría su propia alma
(cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba
así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el «stabat Mater» de la Virgen al pie de
la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de
«Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y
ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se
manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la
celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como «memorial» de la pasión.
¿Cómo imaginar los sentimientos
de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles,
las palabras de la Última Cena: «Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros»
(Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado
como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo
concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si
acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo
y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.
«Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22, 19). En el «memorial» del
Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y
muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo
ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le
confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros:
«¡He aquí a tu hijo!». Igualmente dice también a todos nosotros: «¡He aquí a tu
madre!» (cf. Jn 19, 26.27).
Vivir en la Eucaristía el
memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don.
Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue
entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de
conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella.
María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas
nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un
binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía.
Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya
desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.
Al mismo tiempo, María rememora
las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la
promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la
que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat,
en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el
Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y
vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba
del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1,
52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la
Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su diseño programático.
Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María,
nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad.
¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda
ella un magnificat!
(de la Encíclica «Ecclesia de Eucharistia» de SS JUAN PABLO II)
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