¿Qué vamos a buscar en el altar?
A Emanuel, al que se ha dignado hacerse “Dios con nosotros”, cuya presencia real es la fuerza de nuestra vida, “la fuente de agua viva”, como dice la santa Escritura. Mas, ¿a quién debemos esta presencia real de Emanuel, sino a Maria, su madre, cuya humildad y pureza lo han atraído? ¿Quién nos facilitará el acceso hacia Él, sino aquella cuya misión es presentar a Cristo al mundo, y lo ha comunicado a Juan Bautista, a los pastores, a los Magos y a Simeón? Ella es la que da a Jesús.
Vamos al altar, sobre todo, para participar del sacrificio. “Somos santificados por la oblación del cuerpo de Cristo, hecha una sola vez”. Toda gracia, toda santidad, vienen de la cruz, y, por consiguiente, de la Misa que perpetúa la cruz. El altar es el Calvario: es la misma ofrenda la que allí se ofrece, la misma víctima es la que allí es presentada por el mismo Pontífice. ¿Quién nos dará acceso a este sacrificio que nos da a Cristo en la totalidad de sus misterios?
La Virgen María: de ella
proceden el sacerdote y la víctima.
En el seno de María es donde la humanidad de Cristo ha recibido la unción del Espíritu Santo, unción sacerdotal que se ha derramado sobre Jesús “como un óleo de alegría”, unción que lo hace nuestro «pontífice para siempre». El Espíritu Santo vendrá sobre ti, dijo el ángel a nuestra Señora, y el que nacerá de ti será Santo. Cúmplase tu palabra, respondió María, “Hágase”, dando la señal de esta unción y consagración del Sacerdote eterno.
Ella da la víctima. Es el Salvador a quien ella ha querido introducir en el mundo, el que debería salvarnos de nuestros pecados. Esta víctima ha comenzado a ofrecerse en su seno. San Pablo nos asegura que esta fue la primera palabra que pronunció, inmediatamente después de su encarnación: “Al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... Entonces dije: He aquí que vengo –pues está escrito en el rollo del libro– a hacer, oh Dios, tu voluntad”. El “Todo está cumplido” de la cruz no es más que la terminación de este “He aquí que vengo” pronunciado en el seno de María. Nuestra Señora sabía que ella era la madre de la víctima.
Esta víctima se ha ofrecido
durante toda su vida. Sobre todo en el Calvario: allí representaba ella a la
Iglesia. Y como la misa es la continuación del Calvario, allí está María, inseparable
de la divina víctima. Cuando tomamos este cuerpo que se inmola sobre el altar, esta
sangre que nos rescata, ¿cómo no pensar en Maria? Este cuerpo ha sido formado
en ella; esta sangre la ha dado ella a su Hijo. Por ella, el Verbo se ha hecho
nuestro alimento.
San Agustín lo exponía a sus
fieles. El Verbo, pensamiento de Dios, vida y luz, es el alimento de los hijos
de Dios. Lo es en el cielo para los ángeles y los elegidos. Quiere serlo
también en la tierra, pero este es un pan muy fuerte para nosotros: somos niños.
¿Quién hará del alimento de los elegidos el alimento de los pequeños? Nuestra
Señora. Este es el oficio propio de la madre. Era necesario que este manjar del
Verbo se hiciera apto para ser tomado por niños, y que este alimento fuera una
leche para niños como somos nosotros.
Esto es lo que ha hecho nuestra Madre. El Verbo ha descendido a ella: la Madre ha comido el pan de vida, lo ha transformado en leche y esta leche ha venido a ser el alimento de los niños. Ella nos lo da en el sacramento eucarístico, como lo canta la liturgia: «El hombre ha comido el pan de los ángeles». Por esto la Iglesia aplica a Nuestra Señora estas palabras de la Sabiduría: “Venid, comed mi pan y bebed el vino que os he mezclado”.
San Juan Damasceno ha llamado a María “la virgen sacerdotal”. Sabemos por qué. No quiere decir que haya recibido el carácter sacerdotal del sacramento. Tampoco su Hijo. Pero su maternidad la ha señalado con un sello sagrado. Tenía el espíritu de su Hijo redentor, que es eminentemente el espíritu del sacerdocio. No puede pronunciar sobre el pan las palabras sacramentales. Pero ha pronunciado en su propio nombre ese “Hágase” de eficacia inmensa que ha dado a Jesús al mundo. Ella es quien, de parte de Dios, distribuye la vida divina. Mediadora, es más que un sacerdote: es la Madre del sumo sacerdote y de la víctima.
La misa es el gran acto de la
Iglesia, es el acto esencial del cuerpo de Cristo. Nuestra Señora esta allí
para unirse a la Iglesia y para distribuir los frutos de la sangre de Cristo.
De Fray Vicente M. Bernardot O.P., en “La Virgen María en nuestra vida”. Ed. Claretiana – Buenos Aires – 1982.
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