Por eso es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se
celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí
mismo que Jesús hace en el sacramente memorial de su pasión, nos asegura que el
culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en
él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de
la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos
personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra
vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con
cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios
(cf.Rm.12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma
para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención
en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que
los presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio
eucarístico, reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y
preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y
comunitario de santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las
familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la
fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia
del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que
manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de
pertenecer totalmente al Señor.
A principios del s. IV, el culto cristiano estaba todavía
prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de
África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor,
desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les
era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus. Que estos mártires de Abitinia, junto
con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida,
intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo
resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de
nuestra salvación y deseamos ser iuxta
dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día
del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué
tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por
Cristo con el misterio de la Eucaristía?
Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y
eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene.
En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto.
La Iglesia ve en María, “Mujer eucarística” como la ha llamado el Siervo de
Dios Juan Pablo II, su icono más logrado, y la contempla como modelo
insustituible de vida eucarística. Por eso, en presencia del “verum Corpus natum de Maria Virgine”
sobre el altar, el sacerdote, en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con
las palabras del canon: “Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa
siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor”. Su santo
nombre se invoca y venera también en los cánones de las tradiciones cristianas
orientales. Los fieles, por su parte, “encomiendan a María, Madre de la
Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose por tener los mismos sentimientos
de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al
Padre”. Ella es la Tota pulchra, Toda
hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza
de la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas,
tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en
personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros,
según la expresión de san Pablo, “inmaculados” ante el Señor, tal como Él nos
ha querido desde el principio (cf.Col
1,21; Ef 1,4).
Que el Espíritu Santo, por intercesión de la Santísima
Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos
de Emaús (cf. Lc 24,13-35), y renueve en nuestra vida el
asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito
litúrgico, signo eficaz de la belleza infinita propia del misterio santo de
Dios. Aquellos discípulos se levantaron y volvieron de prisa a Jerusalén para
compartir la alegría con los hermanos y hermanas en la fe. En efecto, la
verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros,
compañero fiel de nuestro camino. La Eucaristía nos hace descubrir que Cristo
muerto y resucitado, se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la
Iglesia, su Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor.
Deseemos ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía,
para experimentar y anunciar a los demás la verdad de la palabra con la que
Jesús se despidió de sus discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días,
hasta al fin del mundo” (Mt 28,20).
(de la Exhortación Apostólica postsinodal “Sacramentum Caritatis” de
SS. Benedicto XVI).
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