18. El adorable Corazón de
Jesucristo late con amor divino al mismo tiempo que humano, desde que la Virgen
María pronunció su Fiat, y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, «al
entrar en el mundo dijo: “Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un
cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: Heme aquí presente. En el principio del libro se habla de mí.
Quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad...”. Por esta “voluntad” hemos sido
santificados mediante la “oblación del cuerpo” de Jesucristo, que él ha hecho
de una vez para siempre».
De manera semejante palpitaba de
amor su Corazón, en perfecta armonía con los afectos de su voluntad humana y
con su amor divino, cuando en la casita de Nazaret mantenía celestiales
coloquios con su dulcísima Madre y con su padre putativo, san José, al que
obedecía y con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo
triple amor movía a su Corazón en su continuo peregrinar apostólico, cuando
realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o devolvía la
salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos, soportaba el sudor,
hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas en oración ante su
Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas o proponía y explicaba
parábolas, especialmente las que más nos hablan de la misericordia, como la
parábola de la dracma perdida, la de la oveja descarriada y la del hijo
pródigo. En estas palabras y en estas obras, como dice san Gregorio Magno, se
manifiesta el Corazón mismo de Dios: «Mira el Corazón de Dios en las palabras
de Dios, para que con más ardor suspires por los bienes eternos». Con amor
aun mayor, latía el Corazón de Jesucristo cuando de su boca salían palabras
inspiradas en amor ardentísimo. Así, para poner algún ejemplo, cuando viendo a
las turbas cansadas y hambrientas, dijo: «Me da compasión esta multitud de
gentes»; y cuando, a la vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada
a una fatal ruina por su obstinación en el pecado, exclamó: «Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son enviados; ¡cuántas
veces quise recoger a tus hijos, como la gallina recoge a sus polluelos bajo
las alas, y tú no lo has querido!». Su Corazón palpitó también de amor
hacia su Padre y de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en el
templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras: «Escrito
está: “Mi casa será llamada casa de oración”; mas vosotros hacéis de ella una
cueva de ladrones».
19. Pero particularmente se
conmovió de amor y de temor su Corazón, cuando ante la hora ya tan inminente de
los crudelísimos padecimientos y ante la natural repugnancia a los dolores y a
la muerte, exclamó: «Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz»;
vibró luego con invicto amor y con amargura suma, cuando, aceptando el beso del
traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última invitación de su
Corazón misericordiosísimo al amigo que, con ánimo impío, infiel y obstinado,
se disponía a entregarlo en manos de sus verdugos: «Amigo, ¿a qué has venido
aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?»; en cambio, se desbordó
con regalado amor y profunda compasión, cuando a las piadosas mujeres, que
compasivas lloraban su inmerecida condena al tremendo suplicio de la cruz, las
dijo así: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas
y por vuestros hijos..., pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco qué se
hará?».
Finalmente, colgado ya en la
cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo su Corazón se trueca en
impetuoso torrente, desbordado en los más variados y vehementes sentimientos,
esto es, de amor ardentísimo, de angustia, de misericordia, de encendido deseo,
de serena tranquilidad, como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras
tan inolvidables como significativas: «Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen». «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?»; «En
verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso»; «Tengo sed»; «Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu».
20. ¿Quién podrá dignamente
describir los latidos del Corazón divino, signo de su infinito amor, en
aquellos momentos en que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo
en el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación en
el oficio sacerdotal?
Ya antes de celebrar la última
cena con sus discípulos, sólo al pensar en la institución del Sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre, con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en
su Corazón sintió intensa conmoción, que manifestó a sus apóstoles con estas
palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de
padecer»; conmoción que, sin duda, fue aún más vehemente cuando «tomó el
pan, dio gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: “Este es mi cuerpo, el
cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía”. Y así hizo también con el
cáliz, luego de haber cenado, y dijo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi
sangre, que se derramará por vosotros”».
Con razón, pues, debe afirmarse
que la divina Eucaristía, como sacramento por el que Él se da a los hombres y
como sacrificio en el que Él mismo continuamente se inmola desde el
nacimiento del sol hasta su ocaso, y también el Sacerdocio, son clarísimos
dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.
Don también muy precioso del
sacratísimo Corazón es, como indicábamos, la Santísima Virgen, Madre excelsa de
Dios y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre
espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro Redentor,
le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para la vida de la
gracia. Con razón escribe de ella san Agustín: «Evidentemente Ella es la
Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros, porque con su caridad
cooperó a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son los miembros de
aquella Cabeza».
Al don incruento de Sí mismo
bajo las especies del pan y del vino quiso Jesucristo nuestro Salvador unir,
como supremo testimonio de su amor infinito, el sacrificio cruento de la Cruz.
Así daba ejemplo de aquella sublime caridad que él propuso a sus discípulos
como meta suprema del amor, con estas palabras: «Nadie tiene amor más grande
que el que da su vida por sus amigos». De donde el amor de Jesucristo, Hijo
de Dios, revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente, el amor
mismo de Dios: «En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que dio su
vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos».
Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más por la interior
vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus verdugos: su
sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón hizo a cada uno de los
hombres, según la concisa expresión del Apóstol: «Me amó y se entregó a sí
mismo por mí».
[...]
El que desee descargar y guardar el texto precedente en PDF, ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ
blogdeciamosayer@gmail.com
Comentarios
Publicar un comentario