Jesús en la Eucaristía

«Christus... hodie ipse et in saecula» (Heb. 13, 8)

(Cristo... Él mismo, hoy y siempre)

Ha llegado «su hora», debe dejar a sus hermanos y volver al Padre. «Pero habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, les amó hasta el fin» (Jn 13, 1). 

¡Oh, exceso! ¡Oh, locura e insensatez divinas! ¡Oh, divino y sublime desvarío del amor de Jesús!

Está ya para dejarnos, va a ser bautizado con el bautismo de sangre que tanto ha deseado (Lc 12, 50), pero al morir se debe romper, según el orden de la naturaleza, la cadena que le retenía en el destierro con sus filioli, sus hijitos y sus amigos, y a esto no se resigna su amor.

Hasta ese momento su Corazón ha sido victorioso en toda la línea, ha saltado todas las barreras, desde el seno del Padre hasta los umbrales ya de la muerte... ¿Será vencido y derribado ahora y, al morir, dejará únicamente las huellas de sus plantas y el eco de su voz en el Evangelio? ¡No, no se resigna a ello!

«Está triste, triste hasta la muerte» (Mc 14, 34). ¿Y por qué? ¡Ah!, no sólo ni principalmente por nosotros, por la orfandad y desamparo en que nos deja, sino por otra razón, mil y mil veces superior, más hermosa y no menos verdadera. Hela aquí:

En treinta y tres años de vida mortal, su Corazón se ha arraigado profundamente en esta tierra, la suya, su Patria, cuna de su Madre y su propia cuna. Después del Padre celestial, todos sus amores están entre las arenas del desierto: su hogar, la Reina Inmaculada, San José, sus apóstoles, sus parientes y amigos, sus hermanos según naturaleza humana... La sangre que debió verter la cogió aquí, aquí aprendió a sufrir y a llorar como Hombre. Es Dios como el Padre, tiene allí arriba un trono eterno, es el Cordero...; pero si le costó un precio infinito, este otro trono, el de una cuna y el de una cruz, ¿dejará para siempre esta tierra donde dio la gran batalla y donde ganó, la gran victoria de su amor, Él, el Cordero de Dios que quitó los pecados del mundo? (Jn 1,29).

¡No! Su Corazón no quiere irse, se diría que le cuesta mucho más dejar la tierra de lo que le costó dejar el cielo para encarnarse. No, no se resigna a ese sacrificio, son fuertes, más que la muerte, las cadenas que le aprisionan... No necesita de nadie, ya que es Dios, de nadie; pero se diría que el Hombre-Dios se ha creado como una necesidad de nuestra compañía, que sin nosotros no puede estar, ni vivir. Y habiéndonos amado, nos amó hasta el extremo, ¡hasta ese colmo que llamamos la Eucaristía!

¡Su Corazón le venció y se comprometió a seguir siendo peregrino y compañero de sus hermanos en cuerpo y alma, sangre y divinidad, hasta el último día del mundo!

Le habéis visto pasar en Belén, Nazaret, Samaria, Galilea, «manso y humilde de Corazón», lleno de compasión y derramando a manos llenas misericordia en todas las páginas del Evangelio.

Pues no borréis esa visión dulcísima, conservadla como la Verónica en el lienzo de vuestras almas; no cerréis el Libro Santo, después de leer su muerte, pues el Evangelio de su amor continúa en el Sagrario: Jesús, el mismo Jesús, sigue viviendo hoy en su Eucaristía.

No hay dos, sino un solo Jesús: el de Belén y el del Calvario, y que es el Jesús auténtico de la Hostia consagrada, allá y acá Hermano nuestro, Hijo de Dios y de María.

Es el Cristo de la eternidad que sigue conviviendo, «habitando entre nosotros» (Jn 1, 14) personalmente, Él, Jesús, el Nazareno.

Os he hablado de una triple transfiguración, mil veces más hermosa que la del Tabor, a saber: la de la cuna, la del Calvario, la de la Hostia. Esta última, sobre todo, transfiguración de siglos y siglos, es la llamada a transfigurar nuestras almas por locura de amor. El ara del altar, ¿no es, por ventura, otra cuna, y el altar mismo otro Tabor más elocuente aún que el del Evangelio?

Los pañales de las especies sacramentales le envuelven, le fajan y le hacen impotente. El sacerdote, ¡oh maravilla!, debe hacer de madre, para moverle y darlo a pastores y reyes.

Más pequeño aún, mucho más aniquilado en el Sagrario que en Belén, pero siempre el mismo Jesús. Y nosotros más dichosos, en cierto sentido, que los vecinos y transeúntes que pudieron verle, sonreírle y abrazarle, pues según la bellísima expresión de Bossuet: «Nosotros podemos devorarle por amor, al devorarnos Él.» Y esto miles de veces. ¡Oh, inefable impotencia la de Jesús Sacramentado! ¡Qué lección de humildad y de abandono nos da en la Hostia!

Hemos hablado de Nazaret, del Niño, del joven, del obrero Jesús. Mirad, ahí está todavía la casita encantadora, el taller que los ángeles envidiaron: ha cambiado de dimensiones y de nombre, es mucho más pequeña y se llama ahora el Sagrario; pero, por lo demás, es la misma morada del Rey Divino. Ahí está Él, como en Nazaret; vive ad interpellandum pro nobis (Heb 7, 25), viviendo en oración perpetua ante el Padre, siempre con los brazos en alto, mejor que Moisés, intercediendo y salvando.

Y esa Betania que hemos ensalzado ya tantas veces; esa mansión venturosa del Señor y sus amigos, ésa es, multiplicada en toda la redondez de la tierra, el Tabernáculo. Ahí descansamos nosotros a sus pies; ahí descansa Él en la intimidad fervorosa y escuchando las confidencias de sus amigos leales. Ahí, como en Betania, hay expansiones y lágrimas de paz y consuelos que no se conocen en otra parte. Y es que el Maestro está realmente ahí, ahí está su Corazón. ¡Qué de almas Magdalenas, qué de Lázaros resucitados por la virtud secreta, misteriosa, por el agua viva que brota de esos muros, tras de los cuales está el cielo, que se llama Jesús-Eucaristía!

Ahí está el pozo de Jacob; ahí sobre el brocal, está perpetuamente sentado el eterno vigilante de Israel, aquel sediento de almas, aquel pescador de corazones extraviados, aquel predicador de Samaritanas...; ahí está el mismo que dijo un día a una mujer pecadora: «Dame de beber, tengo sed» (Jn 4,7).

Ahí, hasta el borde de ese pozo, han llegado, consciente o inconscientemente, como la Samaritana, una caravana incontable de almas que venían con fiebre en los labios, con ansias de dicha, con sed de paz en el corazón. Y han encontrado al mismo Senior que ofreció a la Samaritana «aguas vivas que saltan hasta la vida eterna» (Jn 4, 1-4). Y bebieron, y no tuvieron más sed de la tierra. ¡Ah, pero, en cambio, se abrasaron de otra sed inextinguible: la de amarle a Él, Amor de amores!

¡Nada ha cambiado; ni el Pozo, ni la Samaritana, ni menos Jesús!

El Sagrario perpetúa no sólo las horas de sol y de victoria del Nazareno divino, sino también sus horas sombrías, aquellas en que se desatan los poderes de las tinieblas, como perros rabiosos, en contra suya.

Así, el Tabernáculo sigue siendo, ¡oh desventura!, el calabozo del Jueves Santo, aquel sótano de lobreguez y de ignominia donde el Señor, entregado a la burla de la cohorte, sufrió todas las vergüenzas, todas las vejaciones, todos los atropellos inauditos de que es capaz la soldadesca, excitada por la codicia y por el vino.

Apóstoles del Corazón de Jesús, oídme: todo aquel cúmulo de crueldades y de ignominiosas afrentas infligidas a nuestro Rey el Jueves Santo, no son ni siquiera una espina, comparadas con la diadema horrenda de profanaciones, sacrilegios, soledad, abandono, traiciones y odio con que se le corona a diario, desde hace veinte siglos, en su vida y prisión sacramentales... No comparemos tanto ni los golpes ni los insultos, que ellos son un detalle. Comparemos, sí, la maldad, la irritación sacrílega y consciente, la profanación culpable de los millones de Judas que se acercan a Jesús Sacramentado con ánimo, si posible fuera, de herirlo, de ultrajarlo, de pisotearlo, a Él, por ser É1; comparemos los sectarismos y las maquinaciones horribles, y los sacrilegios estudiados y pagados de traidores malvados, con la estúpida y brutal inconsciencia de la cohorte del Palacio del Pontífice, y veremos que este Calabozo, el del Sagrario, es mil y mil veces más un monumento de amor vivo y de dolor que aquel otro. Pero Jesús ultrajado es el mismo.

¡Y este Calabozo no caerá jamás en ruinas, ni jamás crecerá sobre sus muros derruidos la hierba, jamás! Y Él, el eterno profanado, seguirá Prisionero de amor.

Horas sombrías de Jesús, ayer y hoy, ¡ah!, ninguna más sombría y tempestuosa, tal vez, que la de Getsemaní, allá en el Huerto y aquí en el Tabernáculo.

La misma visión del pecado, el mismo cáliz de infinita amargura, el mismo sopor de los que se llaman amigos, la misma diligencia de la raza inextinguible de traidores, siempre en vela y prontos.

Y aquí os recuerdo, celosos apóstoles, lo que Jesús mismo solicitó de su sierva Margarita María, en relación con la hora de Getsemaní, la Hora Santa. Personalmente vosotros, por vuestro amor, y luego por vuestro celo, buscadle amigos fervorosos y dadle un hermoso y amoroso mentís a aquella queja suya: «Consoladores busqué, y no los he hallado» (Sal 68, 21). Queja que, en el fondo, es la misma del Huerto: «¿No habéis podido velar una hora conmigo?» (Mt. 26, 40).

Poned entusiasmos y sacrificios en multiplicar los adoradores diurnos y nocturnos del Señor Sacramentado. Esto en espíritu de reparación y por la extensión del Reinado del Divino Corazón. «Cuando sea levantado en alto –dijo– atraeré a Mí todas las cosas» (Jn 12, 32). Ahí está perpetuamente en alto, en el Calvario permanente del Altar, en perpetua y mística inmolación de amor; que cumpla, pues, Dios fidelísimo, la promesa de atraerlo todo y de atraer a todos a su Persona adorable, y que el mundo de almas, perpetuamente rescatado por su Sangre en estos dos Gólgotas, gravite, en torno de su Corazón Sacramentado. ¡Venció en la Cruz! ¡Que consuma, pues, su victoria en el altar la misma Víctima, el mismo Jesús!

Del P. Mateo Crawley ss.cc., en «Jesús, Rey de Amor», Biblioteca de Autores Cristianos – Madrid 2019.
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