1.- «Y el Verbo se hizo carne»
(Jn 1, 14); la encarnación del Verbo, el inefable misterio del amor
misericordioso de Dios que ha amado al hombre hasta hacerse carne por su
salvación, se continúa y amplifica a través de los siglos, y así será hasta el
fin del mundo, por medio de la Eucaristía. Dios no se contentó con dar a los
hombres de una vez para siempre a su Unigénito encarnado en el seno de una
Virgen para que pudiese sufrir y morir por ellos en la cruz, sino que ha
querido perpetuar en la Eucaristía su sacrificio y su presencia.
En realidad son varios los modos
como Cristo está presente en su Iglesia. El Vaticano II enseña que Cristo está
presente de modo especial en las acciones litúrgicas, en la administración de
los sacramentos, en la predicación y, en fin, cuando la Iglesia ora (SC 7). En
todos estos casos se trata de una presencia espiritual, pero real, efectiva y
actuante. Sin embargo la presencia eucarística es superior porque en la
Eucaristía Cristo está presente no sólo de un modo espiritual, sino también de
un modo corporal. «Pues en este sacramento de un modo singular, está presente
el Cristo total y entero, Dios y hombre, sustancial e ininterrumpidamente. Esa
presencia de Cristo bajo las especies se llama real, no por exclusión
como si las otras no lo fuesen, sino por antonomasia» (Euch Myster. 9). En la
Eucaristía está aquel Jesús que María dio a luz, que los pastores encontraron
recostado en un pesebre; que María y José vieron crecer bajo su mirada; aquel
Jesús que fascinaba e instruía a las turbas, que hacía portentos, que se
declaró «luz» y «vida» del mundo, que para salvar a los hombres murió en la
cruz; aquel Jesús que se apareció resucitado a los apóstoles y en cuyas llagas
Tomás metió el dedo, que subió al cielo, que ahora se sienta glorioso a la
derecha del Padre y que, junto con el Padre, envía a los creyentes el Espíritu
Santo. ¡Oh Jesús, tú estás siempre con nosotros! ¡Siempre el mismo «ayer, hoy y
para siempre»! (He 13, 8). Siempre el mismo eternamente por la inmutabilidad de
tu Persona divina; siempre el mismo en el tiempo por el Sacramente eucarístico.
2.- Jesús está presente en la
Eucaristía con toda su divinidad y con toda su humanidad. También la humanidad,
aunque a modo de sustancia y no extensivamente, está toda entera en la hostia
consagrada, en cuerpo y alma, y esta última con sus facultades, inteligencia y
voluntad. Por eso Jesús en la Eucaristía conoce y ama como Dios y como hombre;
no es un objeto pasivo de la adoración de los fieles, sino que está vivo:
ve, escucha, responde a sus oraciones con gracias, de modo que pueden tener con
el dulce Maestro de que habla el Evangelio relaciones vivas, concretas y,
aunque no sensibles sí semejantes a las que tenían con él sus contemporáneos.
Es cierto que en la Eucaristía no sólo está velada la divinidad sino también la
humanidad, pero la fe suple ventajosamente a los sentidos, suple lo no se ve ni
se toca: «a persuadir un corazón sincero –canta Sto. Tomás– sola la fe basta» (Pangelingua).
Lo mismo que un día Jesús, escondido baja la figura de un peregrino, instruía y
enfervorizaba el corazón de los discípulos de Emaús, así hoy escondido bajo los
velos eucarísticos, ilumina a los fieles que recurren a él, los inflama con su
amor y los inclina eficazmente al bien.
El Hijo de Dios encarnado por
los hombres, se hace presente en la Eucaristía para ser compañero de su
peregrinar terreno, para ser viático de su camino. Cierto que Dios, espíritu
purísimo, está presente en todo lugar, se digna habitar, como uno y trino, en
el alma vivificada por la gracia; con todo, el hombre tiene siempre necesidad
de encontrarse con Jesús, el Verbo hecho carne, el Dios hecho hombre, el único
mediador que puede conducirlo a la Trinidad. Por eso la Iglesia exhorta a los
fieles a buscar y venerar en la Eucaristía «la presencia del Hijo de Dios, salvador
nuestro, ofrecido por nosotros en el ara del sacrificio, y a responder con
agradecimiento al don de Aquél mismo que, por medio de su humanidad, infunde
sin cesar la vida divina en los miembros de su cuerpo» (PO 5).
¡Oh Jesús! Ya que estás
siempre con nosotros en la Eucaristía, haz que nosotros estemos siempre
contigo, que te hagamos compañía al pie del tabernáculo, que no perdamos por
nuestra culpa uno solo de los momentos que pasamos delante de ti... Tú, nuestro
Amado, nuestro todo, estás ahí; nos invitas a acompañarte, ¿y no deberíamos
acudir a toda prisa? ¿O iremos a pasar en otra parte uno solo de los instantes
que nos permites pasar a tus pies?...
En la sagrada Eucaristía
estás todo entero, perfectamente vivo, oh mi amado Jesús; tan plenamente como
lo estabas en la casa de la santa Famila de Nazareth, en la casa de Magdalena,
en Betania, como lo estabas en medio de tus Apóstoles... Del mismo modo estás
aquí ¡oh mi amado y mi todo! ¡Oh! Haz que no nos distraigamos nunca de la
presencia de la sagrada Eucaristía durante uno solo de los momentos que nos
permites estar contigo. (C. de FOUCAULD, Veremos a Dios, Obr. Esp.).
Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en “Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año”, 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.
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GRACIAS por sumergirnos en la inmensidad de nuestro Señor!. La presencia de nuestro Rey puede ser además de Efectiva, Afectiva?. Que Dios bendiga este apostolado
ResponderBorrary nuestra Madre María, lo siga inspirando 🙏🏻❤️🔥🔥🔥
Muchísimas gracias por su envío. Un saludo
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