Cuando se lee el Evangelio de
San Juan –que es el que nos refiere las palabras de Jesús– se advierte que ese
vocablo lo usa casi siempre para expresar la unión perfecta. Así, por
ejemplo, no hay unión más estrecha que la que existe entre el Padre y el Hijo
en la Trinidad adorable, puesto que entrambos, en unión también con el Espíritu
Santo, poseen la misma y única naturaleza divina. Pues bien, San Juan lo
expresa diciendo que “el Padre mora en el Hijo”.
Así “morar en Cristo” significa
en primer lugar, tener parte, mediante la gracia, en su filiación divina; es
ser una misma cosa con Él, siendo al igual que Él hijos de Dios, aunque bajo
título diferente; es la unión primaria y fundamental, la que el mismo Cristo señala
en la parábola de la viña: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que mora
en mí y yo en él, da frutos abundantes” (ib. XV, 5).
a) Esa unión, además, no es
única. “Morar” en Cristo es hacerse uno con Él en todo lo que respecta a
nuestra inteligencia voluntad y acción. «Moramos» en Cristo por la inteligencia,
al acatar por un simple acto de fe, puro e íntegro cuanto Cristo nos
enseña. “El Verbo está siempre en el seno del Padre, ve los divinos arcanos y
nos manifiesta lo que ve” (ib. I, 18). Por la fe contestamos Amén,
“así es”, a cuanto el Verbo encarnado nos dice; creemos en su palabra, y de
este modo nuestra inteligencia se identifica con Cristo. Pues bien, la sagrada
Comunión nos hace morar en Cristo por la fe; no podemos recibirla
si no aceptamos por la fe cuanto Él es y cuanto Él dice. Recordad cómo, al
anunciar Jesús la Eucaristía les dice: “Yo soy el pan de vida; el que viene a
Mí, no tendrá hambre y el que cree en Mí no tendrá sed jamás» (ib. VI, 35).
Y al ver que los judíos incrédulos murmuran, repíteles sus palabras: “En
verdad, en verdad os digo, el que cree en Mí tiene la vida eterna» (ib. VI,
47). Cristo, pues, se nos da en alimento mediante la fe, y unirse a Él es
aceptar, inclinando la inteligencia ante su palabra, todo cuanto Él nos revela.
Cristo es alimento de nuestra inteligencia al comunicarnos toda verdad.
b) Morar en Cristo significa
también someter nuestra voluntad a la suya y hacer que toda nuestra
actividad sobrenatural dependa de su gracia. Quiere esto decir que debemos
permanecer en su amor, acatando reverentes su santísima voluntad. Oíd estas
palabras del Señor: “Si observareis mis preceptos, perseveraréis en mi
amor, así como yo también he guardado los preceptos de mi Padre, y persevero en
su amor» (ib. XV, 10). Ello lo realizamos al anteponer sus deseos a los
nuestros, al abrazar sus intereses, al entregarnos a Él enteramente, sin
cálculo ni reserva alguna, pues no puede perseverar quien no es firme y
estable, quien no deposita confianza omnímoda al igual que la esposa para con
su esposo. Nunca la esposa es más grata a su esposo que cuando le confía todo,
única y totalmente, a su prudencia, poder, fuerza y amor. De aquí que este pan
celestial, siendo sustento del amor, conserve la vida de nuestra voluntad.
Tal es la condición divina que
Cristo quiere crear en el alma del que le recibe. El Señor viene a ella para
que ella “permanezca en Él”, o, en otros términos: para que, teniendo plena confianza
en su palabra, se abandone a Él a fin de cumplir en todo su divino beneplácito,
no teniendo en su actividad otro móvil que la acción de su Espíritu: pues,
“quien está unido con Señor, es con Él un mismo espíritu” (1 Cor VI, 17).
c) Al estar unida con Cristo, el
alma se hace una sola cosa con Él. Pero también Cristo se hace una sola cosa
con el alma: mora en ella (Juan XV, 5). Ved lo que ocurría en Jesús, el
Verbo Encarnado. Había en Él una actividad natural, humana muy intensa pero el
Verbo, la persona divina, a la cual la humanidad se hallaba indisolublemente
unida, era la hoguera de donde se alimentaba y de donde irradiaba toda su
actividad.
Lo que Cristo anhela obrar al
darse al alma es algo parecido. Sin que esta unión llegue a ser tan estrecha
como la del Verbo con su santa humanidad, Cristo se da al alma por medio de su
gracia y la acción de su Espíritu, para ser en ella fuente y principio de toda
su actividad interior. Et ego in eo; está en el alma, mora en
ella, mas no inactivo: quiere obrar en ella (ib. V, 17), y cuando
el alma se entrega de veras a Él, a su voluntad, tan poderosa se manifiesta
entonces la acción de Cristo, que esa alma llegará con seguridad a la mayor
perfección, según los designios que Dios tenga sobre ella. Pues Cristo viene así
al alma con su divinidad, con sus méritos, con sus riquezas, “para ser su luz,
su camino, su verdad, su sabiduría, su justicia, su redención” (1Cor I, 30),
en una palabra, para ser vida del alma, para vivir Él mismo en ella. Por esto
decía San Pablo: “yo vivo, mas no yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál. II,20).
El anhelo del alma amante es no formar más que una sola cosa con el amado; la
Comunión, mediante la cual el alma recibe a Cristo en alimento, realiza ese
anhelo, transformando poco a poco al alma en Cristo.
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