El aumento de la vida de la gracia por los sacramentos

Conviene, en fin, recordar en este lugar, que la caridad y demás virtudes infusas, así como los siete dones, aumentan en nosotros mediante los sacramentos; el justo crece de esta forma en el amor de Dios por la absolución y sobre todo por la comunión.

Mientras que el mérito y la oración del justo obtienen los dones de Dios ex opere operantis, en razón de la fe, de la piedad y de la caridad del que merece, los sacramentos producen la gracia ex opere operato en aquellos que no le oponen obstáculo; es decir que la producen por sí mismos, desde el momento que fueron instituidos por Dios para aplicarnos los méritos del Salvador. Los sacramentos producen la gracia independientemente de las oraciones y los méritos, ya del ministro que los confiere, o de los que los reciben. Así es cómo un mal sacerdote, y aun un infiel, puede administrar válidamente el bautismo, con tal que tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia al concederlo.

Mas si los sacramentos producen por sí mismos la gracia en quienes no ponen obstáculo, la producen en mayor o menor abundancia, según el fervor del que los recibe.

El Concilio de Trento, ses. 6, c. VII, dice así: “Todos reciben la justicia según la medida deseada para cada uno por el Espíritu Santo y según la propia disposición”. Como lo hace notar Santo Tomás, en el orden natural, aunque un foco calienta por sí mismo, tanto más se aprovecha uno del calor cuanto se acerca más a él; de la misma forma, en el orden sobrenatural, tanto mayor provecho se saca de los sacramentos cuanto uno se acerca a ellos con fe más viva y mayor fervor de voluntad.

De modo que, según Santo Tomás y otros muchos antiguos teólogos, de que el pecador reciba la absolución con mayor o menor arrepentimiento, depende que recobre, o no, el grado de gracia que había perdido. “Acontece, dice Santo Tomás[1], que la intensidad del arrepentimiento en el penitente sea superior, igual o inferior al grado de gracia perdido; y según el arrepentimiento, recobre la gracia en grado superior, igual o inferior”.

Puede suceder que un cristiano que tenía cinco talentos y los pierde por un pecado mortal, no tenga luego contrición sino como de dos talentos; en tal caso recobra la gracia en un grado notablemente inferior al que antes poseía. Es posible, por el contrario, que, gracias a un profundo arrepentimiento, la recupere en un grado superior, como indudablemente sucedió a San Pedro cuando tan amargamente lloró el haber negado a Nuestro Señor[2]. Esta consideración es de gran importancia en espiritualidad para aquellos que tienen la desgracia de caer en el curso de su ascensión; pueden inmediatamente levantarse y continuar con fervor su carrera en el punto donde la habían abandonado. Pero también podrían no volverse a levantar sino tardíamente y sin energía; entonces sucede que quedan a medio camino en vez de continuar subiendo.

Síguese también de estos principios que una comunión ferviente vale mucho más que muchas comuniones tibias juntas. Cuanto se acerca uno con fe más viva, esperanza más firme y mayor fervor de la voluntad, a ese centro de gracias que es Nuestro Señor presente en la Eucaristía, más se beneficia de su influencia, por las gracias de ilustración, amor y fortaleza.

La comunión de un San Francisco, de un Santo Domingo y de una Santa Catalina de Sena fue en ciertas ocasiones grandemente fervorosa, y fructuosa en proporción; estos santos se acercaban al Salvador con sus almas llenas de santo ardor para recibir de él abundante y sobreabundantemente, y luego en el apostolado, hacer partícipes a los demás de aquellos dones.

Puede acontecer, por el contrario, que el fruto de la comunión sea mínimo; y es cuando uno se acerca a la comunión apenas con las disposiciones suficientes para no impedir los efectos del sacramento. Esto nos debe hacer reflexionar seriamente, si acaso no vemos en nosotros verdadero adelanto espiritual, después de muchos años de comunión frecuente y aun cotidiana[3].

Podría suceder también que, como consecuencia de un apego creciente a tal pecado venial, los efectos de nuestra comunión cotidiana fueran cada vez más pequeños. ¡Pluguiera a Dios que nunca nos acontezca tal desgracia!

Debería haber, por el contrario, en nuestras almas, generosidad suficiente para que se realizara aquella ley superior que se puede comprobar en la vida de los santos; cada una de nuestras comuniones, ya que no sólo debe conservar, sino aumentar nuestra caridad, habría de ser sustancialmente más ferviente y más provechosa que la anterior; porque cada una, al aumentar en nosotros el amor a Dios, debe disponernos a recibir al día siguiente a Nuestro Señor con un fervor de voluntad no sólo igual, sino superior. Pero con demasiada frecuencia, la negligencia y la tibieza impiden que esta ley tenga aplicación en nuestras almas. Los cuerpos se atraen más, cuanto más se acercan. Las almas deben correr con tanta mayor rapidez hacia Dios, cuanto es mayor su proximidad y son más fuertemente atraídas por Él.

Se comprende por lo dicho el sentido de las palabras del Salvador: “Si quis sitit, veniat ad me et bibat, et flumina de ventre ejus fluent aqua viva. Si alguien tuviere sed, venga a mí y beba; y ríos de aguas vivas correrán de su corazón”[4]; los ríos de aguas vivas que van a desembocar en el infinito océano que es Dios, conocido como él se conoce, y amado como se ama él, por toda la eternidad.

* En “Las tres edades de la Vida Interior” (Tomo I), Ediciones Palabra, Madrid, 4ª edición, 1982; págs.160-163.


[1] III, q. 89, a. 2
[2] Los méritos que quedan muertos por el pecado mortal, reviven así en la medida del fervor del penitente, y reviven en verdad con derecho a una esencial recompensa especial.
Si, por ejemplo, un cristiano, que generosamente ha servido al Señor durante setenta años, cae en pecado mortal, mas se convierte antes de morir con contrición equivalente a cinco talentos, este tal tendrá en el cielo mucho mayor gloria que aquel que, habiendo estado en pecado mortal durante toda su vida, hace antes de morir un acto de contrición equivalente asimismo a cinco talentos. Los grandes méritos de la vida del primero reviven, y como le dan derecho a la vida eterna y a la beatitud esencial, este derecho revive con ellos. Esto es una prueba más de la infinita misericordia. Cf. BILLUART,  Cursus Theol,, de poenitentia, disc. III, c. v: de reviviscentia meritorum per poenitentiam.
[3] Hay que tener en cuenta, ciertamente, el hecho de que el alma que va adelante tanto mejor ve su miseria cuanto mejor comprende la grandeza de Dios.
[4] Joan., VII, 37.
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