Si la penitencia no lleva al
esfuerzo interior que elimina el pecado y a practicar las virtudes no puede ser
agradable a Dios, que quiere ser servido con corazón humilde, puro, sincero. El
egoísmo y la tendencia a afirmar el propio yo impulsan al hombre a querer ser
como el centro del mundo, pisoteando la ley de los derechos de los demás y
trasgrediendo por lo tanto la ley fundamental del amor fraterno. Por eso cuando
los hebreos se privaban de alimento, se acostaban con saco y ceniza, pero
seguían maltratando al prójimo, fueron severamente recriminados por el Señor y
sus actos penitenciales despreciados.
Poco o nada vale imponerse
privaciones corporales si uno después es incapaz de renunciar a los intereses
propios para respetar y favorecer los del prójimo, de dejar los puntos de vista
personales para seguir los de los demás, si no se busca vivir pacíficamente con
todos y soportar con paciencia los reveses que recibimos.
2.– Un día los
discípulos del Bautista, sorprendidos de que los seguidores de Jesús no
observasen como ellos el ayuno, preguntaron: ¿Cómo es que tus discípulos no
ayunan? Y Jesús les contestó: ¿por ventura pueden los compañeros del novio
llorar mientras está el novio con ellos?» (Mt. 9, 15). Para los hebreos el
ayuno era señal de dolor, de penitencia; y se practicaba especialmente en las
épocas de desgracia con el fin de alcanzar la misericordia de Dios o para
manifestar el arrepentimiento de sus pecados. Pero ahora cuando el Hijo de Dios
se encuentra en la tierra celebrando sus bodas con la humanidad, el ayuno
parece un contrasentido: de los discípulos de Jesús es más propio la alegría
que el llanto. El mismo Cristo vino a liberarles del pecado; por eso su
salvación más que en las penitencias corporales está en la apertura total a la
palabra y a la gracia del Salvador.
Esto no quiere decir que Jesús
haya desterrado el ayuno; antes bien, el mismo Jesús nos enseñó con qué pureza
de intención debe ser practicado, huyendo de toda forma de ostentación externa
que busque la alabanza de los demás: «Tú cuando ayunes, úngete la cabeza y lava
tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre... y tu Padre
que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6, 17-18). Y ahora el Señor dice a
los discípulos del Bautista: «Pero vendrán días en que les será arrebatado el
novio, y entonces ayunarán» (Mt. 9, 15). El festín de bodas, de que Jesús habla
comparándose a sí mismo con el novio y a sus discípulos con los invitados, no
durará mucho; una muerte violenta arrebatará al novio y entonces los invitados,
sumergidos en el llanto, ayunarán.
Sin embargo, el ayuno cristiano
no es sólo señal de dolor por la lejanía del Señor; es también señal de fe y de
esperanza en él que se queda invisiblemente en medio de sus amigos, en la
Iglesia, en los sacramentos, en la palabra, y que un día volverá de manera
visible y gloriosa. El ayuno cristiano es señal de vigilia, una vigilia alegre «en la bienaventurada esperanza de la manifestación gloriosa del gran Dios y
Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tt. 2, 13).
El ayuno, como cualquier otra
forma de penitencia corporal, tiene como fin realizar un desprendimiento más profundo
de las satisfacciones terrenas, para que el corazón esté más libra y sea más
capaz de saborear las alegrías de Dios y por lo tanto de la Pascua del Señor.
¡Oh Señor!, durante el tiempo
del ayuno conserva despierta mi mente y reaviva en mí el saludable recuerdo de
cuanto misericordiosamente hiciste en favor mío ayunando y rogando por mí...
¿Qué misericordia puede haber mayor, ¡oh Creador del cielo!, que la que te hizo
bajar del cielo para padecer hambre, para que en tu persona la saciedad
sufriese sed, la fuerza experimentase debilidad, la salud quedase herida, la
vida muriese?... ¿Qué mayor misericordia puede haber que la de hacerse el Creador
creatura y siervo el Señor? ¿La de ser vendido quien vino a comprar, humillado
quien ensalza, muerto quien resucita?
Entre las limosnas que se han
de hacer, me mandas que dé pan al que tiene hambre; y tú, para dárteme en
alimento a mí, que estoy hambriento, te entregaste a ti mismo en manos de los
verdugos. Me mandas que acoja a los peregrinos, y tú, por mí, viniste a tu
propia casa y los tuyos no te recibieron.
Que te alabe mi alma, porque
tan propicio te muestras a todas mis iniquidades, porque curas todos mis males,
porque arrebatas mi vida a la corrupción, porque sacias con tus bienes el
hambre y la sed de mi corazón.
Haz que mientras ayuno, yo
humille mi alma al ver cómo tú, maestro de humildad, te humillaste a ti mismo,
te hiciste obediente hasta morir en una cruz. (San Agustín, Sermón. 207, 1-2).
El que desee descargar y guardar el texto precedente en PDF, ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ
blogpanisangelorum@gmail.com
Comentarios
Publicar un comentario