El ayuno que agrada al Señor

1.– «¡A qué ayunar, si tú no lo ves? ¿A qué humillar nuestras almas, si no te das por entendido?» (Is. 58, 3). De esta manera, siempre tan escrupuloso cumplidor del ayuno legal, levantaba el pueblo de Israel su voz, pretendiendo exigir unos derechos en fuerza de unas prácticas penitenciales que estaban vacías de verdadero espíritu de piedad. Y la palabra del Señor respondía: «Ayunáis para mejor reñir y disputar y para herir inicuamente con el puño... ¿Es acaso así el ayuno que yo escogí?» (ib 4-5). A través de la palabra del Señor la Iglesia adoctrina a sus hijos sobre el verdadero sentido de la penitencia cuaresmal: «inútilmente se quita al cuerpo el alimento si el espíritu no se aleja del pecado» (S. León Magno, 4 Sr. de Quadr.).

Si la penitencia no lleva al esfuerzo interior que elimina el pecado y a practicar las virtudes no puede ser agradable a Dios, que quiere ser servido con corazón humilde, puro, sincero. El egoísmo y la tendencia a afirmar el propio yo impulsan al hombre a querer ser como el centro del mundo, pisoteando la ley de los derechos de los demás y trasgrediendo por lo tanto la ley fundamental del amor fraterno. Por eso cuando los hebreos se privaban de alimento, se acostaban con saco y ceniza, pero seguían maltratando al prójimo, fueron severamente recriminados por el Señor y sus actos penitenciales despreciados.

Poco o nada vale imponerse privaciones corporales si uno después es incapaz de renunciar a los intereses propios para respetar y favorecer los del prójimo, de dejar los puntos de vista personales para seguir los de los demás, si no se busca vivir pacíficamente con todos y soportar con paciencia los reveses que recibimos.

2.– Un día los discípulos del Bautista, sorprendidos de que los seguidores de Jesús no observasen como ellos el ayuno, preguntaron: ¿Cómo es que tus discípulos no ayunan? Y Jesús les contestó: ¿por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos?» (Mt. 9, 15). Para los hebreos el ayuno era señal de dolor, de penitencia; y se practicaba especialmente en las épocas de desgracia con el fin de alcanzar la misericordia de Dios o para manifestar el arrepentimiento de sus pecados. Pero ahora cuando el Hijo de Dios se encuentra en la tierra celebrando sus bodas con la humanidad, el ayuno parece un contrasentido: de los discípulos de Jesús es más propio la alegría que el llanto. El mismo Cristo vino a liberarles del pecado; por eso su salvación más que en las penitencias corporales está en la apertura total a la palabra y a la gracia del Salvador.

Esto no quiere decir que Jesús haya desterrado el ayuno; antes bien, el mismo Jesús nos enseñó con qué pureza de intención debe ser practicado, huyendo de toda forma de ostentación externa que busque la alabanza de los demás: «Tú cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre... y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6, 17-18). Y ahora el Señor dice a los discípulos del Bautista: «Pero vendrán días en que les será arrebatado el novio, y entonces ayunarán» (Mt. 9, 15). El festín de bodas, de que Jesús habla comparándose a sí mismo con el novio y a sus discípulos con los invitados, no durará mucho; una muerte violenta arrebatará al novio y entonces los invitados, sumergidos en el llanto, ayunarán.

Sin embargo, el ayuno cristiano no es sólo señal de dolor por la lejanía del Señor; es también señal de fe y de esperanza en él que se queda invisiblemente en medio de sus amigos, en la Iglesia, en los sacramentos, en la palabra, y que un día volverá de manera visible y gloriosa. El ayuno cristiano es señal de vigilia, una vigilia alegre «en la bienaventurada esperanza de la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tt. 2, 13).

El ayuno, como cualquier otra forma de penitencia corporal, tiene como fin realizar un desprendimiento más profundo de las satisfacciones terrenas, para que el corazón esté más libra y sea más capaz de saborear las alegrías de Dios y por lo tanto de la Pascua del Señor.

¡Oh Señor!, durante el tiempo del ayuno conserva despierta mi mente y reaviva en mí el saludable recuerdo de cuanto misericordiosamente hiciste en favor mío ayunando y rogando por mí... ¿Qué misericordia puede haber mayor, ¡oh Creador del cielo!, que la que te hizo bajar del cielo para padecer hambre, para que en tu persona la saciedad sufriese sed, la fuerza experimentase debilidad, la salud quedase herida, la vida muriese?... ¿Qué mayor misericordia puede haber que la de hacerse el Creador creatura y siervo el Señor? ¿La de ser vendido quien vino a comprar, humillado quien ensalza, muerto quien resucita?

Entre las limosnas que se han de hacer, me mandas que dé pan al que tiene hambre; y tú, para dárteme en alimento a mí, que estoy hambriento, te entregaste a ti mismo en manos de los verdugos. Me mandas que acoja a los peregrinos, y tú, por mí, viniste a tu propia casa y los tuyos no te recibieron.

Que te alabe mi alma, porque tan propicio te muestras a todas mis iniquidades, porque curas todos mis males, porque arrebatas mi vida a la corrupción, porque sacias con tus bienes el hambre y la sed de mi corazón.

Haz que mientras ayuno, yo humille mi alma al ver cómo tú, maestro de humildad, te humillaste a ti mismo, te hiciste obediente hasta morir en una cruz. (San Agustín, Sermón. 207, 1-2).

Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en “Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año”, 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.
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