La Eucaristía, misterio de luz.

«Les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura» (Lc.24,27)

El relato de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús nos ayuda a enfocar un primer aspecto del misterio eucarístico que nunca debe faltar en la devoción del Pueblo de Dios: ¡La Eucaristía misterio de luz! ¿En qué sentido puede decirse esto y qué implica para la espiritualidad y la vida cristiana?

Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12), y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de la vida trinitaria.

La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes, llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En la narración de los discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).

Los Padres del Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, establecieron que la «mesa de la Palabra» abriera más ampliamente los tesoros de la Escritura a los fieles[1]. Por eso permitieron que la Celebración litúrgica, especialmente las lecturas bíblicas, se hiciera en una lengua conocida por todos. Es Cristo mismo quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura[2]. Al mismo tiempo, recomendaron encarecidamente la homilía como parte de la Liturgia misma, destinada a ilustrar la Palabra de Dios y actualizarla para la vida cristiana[3]. Cuarenta años después del Concilio, el Año de la Eucaristía puede ser una buena ocasión para que las comunidades cristianas hagan una revisión sobre este punto. En efecto, no basta que los fragmentos bíblicos se proclamen en una lengua conocida si la proclamación no se hace con el cuidado, preparación previa, escucha devota y silencio meditativo, tan necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine.

«Lo reconocieron al partir el pan» (Lc.24,35)

Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente.

Como he subrayado en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, es importante que no se olvide ningún aspecto de este Sacramento. En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. «La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones»[4].

No hay duda de que el aspecto más evidente de la Eucaristía es el de banquete. La Eucaristía nació la noche del Jueves Santo en el contexto de la cena pascual. Por tanto, conlleva en su estructura el sentido del convite: «Tomad, comed... Tomó luego una copa y... se la dio diciendo: Bebed de ella todos...» (Mt 26,26.27). Este aspecto expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros mismos debemos desarrollar recíprocamente.

Sin embargo, no se puede olvidar que el banquete eucarístico tiene también un sentido profunda y primordialmente sacrificial[5]. En él Cristo nos presenta el sacrificio ofrecido una vez por todas en el Gólgota. Aun estando presente en su condición de resucitado, Él muestra las señales de su pasión, de la cual cada Santa Misa es su «memorial», como nos recuerda la Liturgia con la aclamación después de la consagración: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...». Al mismo tiempo, mientras actualiza el pasado, la Eucaristía nos proyecta hacia el futuro de la última venida de Cristo, al final de la historia. Este aspecto «escatológico» da al Sacramento eucarístico un dinamismo que abre al camino cristiano el paso a la esperanza.

«Yo estoy con vosotros todos los días» (Mt 28,20)

Todos estos aspectos de la Eucaristía confluyen en lo que más pone a prueba nuestra fe: el misterio de la presencia «real». Junto con toda la tradición de la Iglesia, nosotros creemos que bajo las especies eucarísticas está realmente presente Jesús. Una presencia –como explicó muy claramente el Papa Pablo VI– que se llama «real» no por exclusión, como si las otras formas de presencia no fueran reales, sino por antonomasia, porque por medio de ella Cristo se hace sustancialmente presente en la realidad de su cuerpo y de su sangre[6]. Por esto la fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo. Precisamente su presencia da a los diversos aspectos —banquete, memorial de la Pascua, anticipación escatológica— un alcance que va mucho más allá del puro simbolismo. La Eucaristía es misterio de presencia, a través del que se realiza de modo supremo la promesa de Jesús de estar con nosotros hasta el final del mundo.

Celebrar, adorar, contemplar

¡Gran misterio la Eucaristía! Misterio que ante todo debe ser celebrado bien. Es necesario que la Santa Misa sea el centro de la vida cristiana y que en cada comunidad se haga lo posible por celebrarla decorosamente, según las normas establecidas, con la participación del pueblo, la colaboración de los diversos ministros en el ejercicio de las funciones previstas para ellos, y cuidando también el aspecto sacro que debe caracterizar la música litúrgica. [...] El modo más adecuado para profundizar en el misterio de la salvación realizada a través de los «signos» es seguir con fidelidad el proceso del año litúrgico. Los Pastores deben dedicarse a la catequesis «mistagógica», tan valorada por los Padres de la Iglesia, la cual ayuda a descubrir el sentido de los gestos y palabras de la Liturgia, orientando a los fieles a pasar de los signos al misterio y a centrar en él toda su vida.

Hace falta, en concreto, fomentar, tanto en la celebración de la Misa como en el culto eucarístico fuera de ella, la conciencia viva de la presencia real de Cristo, tratando de testimoniarla con el tono de la voz, con los gestos, los movimientos y todo el modo de comportarse. A este respecto, las normas recuerdan –y yo mismo lo he recordado recientemente[7]– el relieve que se debe dar a los momentos de silencio, tanto en la celebración como en la adoración eucarística. En una palabra, es necesario que la manera de tratar la Eucaristía por parte de los ministros y de los fieles exprese el máximo respeto[8]. La presencia de Jesús en el tabernáculo ha de ser como un polo de atracción para un número cada vez mayor de almas enamoradas de Él, capaces de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. «¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡» (Sal 33 [34],9).

La adoración eucarística fuera de la Misa debe ser durante este año un objetivo especial para las comunidades religiosas y parroquiales. Postrémonos largo rato ante Jesús presente en la Eucaristía, reparando con nuestra fe y nuestro amor los descuidos, los olvidos e incluso los ultrajes que nuestro Salvador padece en tantas partes del mundo. Profundicemos nuestra contemplación personal y comunitaria en la adoración, con la ayuda de reflexiones y plegarias centradas siempre en la Palabra de Dios y en la experiencia de tantos místicos antiguos y recientes. El Rosario mismo, considerado en su sentido profundo, bíblico y cristocéntrico, que he recomendado en la Carta apostólica RosariumVirginis Mariae, puede ser una ayuda adecuada para la contemplación eucarística, hecha según la escuela de María y en su compañía[9].

[...]

San Juan Pablo II, en la Carta Apostólica «Mane Nobiscum Domine», 7 de octubre, memoria de Nuestra Señora del Rosario, del año 2004, publicada al establecer un «Año de la Eucaristía».

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[1] Cf. n.51.
[2] Cf. ibíd, 7.
[3] Cf. ibíd., 52.
[4] Enc. Ecclesia de Eucharistia (17 abril 2003), 10: AAS 95 (2003), 439.
[5] Cf. ibíd.; Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la santísima Eucaristía (25 marzo 2004), 38: L'Osservatore Romano ed. en lengua española, 30 abril 2004, 7.
[6] Cf. Enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965), 39: AAS 57 (1965), 764; S. Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 mayo 1967), 9: AAS 59 (1967), 547.
[7] Cf. Mensaje Spiritus et Sponsa, en el XL aniversario de la Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia (4 diciembre 2003), 13: AAS 96 (2004), 425.
[8] Cf. Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la santísima Eucaristía (25 marzo 2004): L'Osservatore Romano ed. en lengua española, 30 abril 2004, 5-15.
[9] Cf. ibíd. 137: l.c., p.11.
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