En muchas ocasiones, según el relato de los Evangelios, el Señor obraba milagros, curando enfermos, expulsando demonios y perdonando pecados, y luego de conceder estas gracias explicaba al interesado: «Tu fe te ha salvado». Así sucede en la curación de los leprosos (Lc 17, 19), con la mujer cananea (Mt 15, 28), con el mendigo ciego (Mc 10, 52), entre otros.
Pero lo que llama
particularmente la atención, es el episodio de la curación de la hemorroísa.
Una vez curada, Jesús le dice, como a los otros: «Tu fe te ha salvado», pero la
diferencia con el resto de las curaciones milagrosas, es que aquí Jesús obra el
milagro sin apercibirse de ello: la fe de esta mujer le «arranca», podríamos
decir, la gracia requerida.
Esta mujer había padecido su
enfermedad durante doce años y había probado todo para sanar, gastando sus
haberes, («había gastado todos sus bienes sin provecho alguno» Mc 5, 26). Es
decir, no tenía esperanzas más que en el poder de Jesucristo. Por esto su fe es
grande y es capaz de arrancar la gracia que busca del Señor, porque a pesar de
su larga espera y de lo escéptica que podría haber sido luego de haberlo
probado todo y a pesar de todo su sufrimiento («había sufrido mucho con muchos
médicos... yendo a peor» Mc 5, 26), pone su fe en Jesucristo. «Si logro tocar
aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré», dice San Marcos (5, 28) que ella pensaba. Y Mateo (9, 20) dice que lo que tocó fue apenas «la orla de su manto». Sabía que
no faltaba más para obtener la gracia de Dios. Y también por esto su fe es
grande, porque para tocar aunque sólo fuera la orla del manto, tuvo que hacer
caso omiso de su propia impureza e indignidad. El libro del Levítico (15, 19),
en efecto, prescribía que toda mujer que padeciese flujo de sangre quedaba
impura por siete días, hasta que cesase el flujo. Quedar impura quería decir
que todo aquello con lo que tuviera contacto también quedaba impuro: personas,
mobiliario, vestidos. Y siendo que ella padecía su mal desde hacía doce años,
podemos imaginar el repudio que habría sufrido, pues no solo no podía tener
contacto con las personas, sino que las personas no podían tener contacto con
ningún objeto que ella tocase. Por eso el acto de tocar la orla del manto del
Señor, exige gran coraje, pues si alguien la descubriera, la acusaría de haber
dejado impuro al Señor. Por esto, probablemente, buscó tocar el manto sin ser
vista («se acercó por detrás» Lc 8, 44), no para dejar impuro al Señor (pues si
obraba milagros con el poder divino, la divinidad misma no podía quedar
impura), sino para evitar el escándalo. Y por esta razón, cuando el Señor
reclama saber quién lo había tocado, ella «se acercó atemorizada y temblorosa»
(Mc 5, 33).
Y el efecto es, como decíamos, la
gracia de Dios: «Alguien me ha tocado, porque he sentido que una fuerza ha
salido de mí», dice Jesús (Lc 8, 46).
El Señor permite que las
dolencias nos aquejen, porque éstas sirven para hacernos volver a lo único
necesario. Las dificultades hacen que pongamos nuestras esperanzas sólo en
Dios, y prueban nuestra fe en su omnipotencia, haciéndola crecer.
Que este milagro del Señor nos
sirva para copiar la fórmula de la hemorroísa en nuestra oración: acercarse
reconociendo nuestra total indigencia, como ella había perdido sus bienes; sin
permitir que nuestra indignidad sea óbice para suplicar su misericordia, como
ella se acercó al Señor a pesar de su impureza ritual; y poniendo toda nuestra
fe y esperanza en el contacto que establecemos con Dios por la oración, aunque
pueda parecernos que el Señor nos da la espalda, buscando el contacto salvífico
con Él, aunque solo sea tocando la orla de su manto. Esta fórmula arrancó la
gracia que ella buscaba de Nuestro Señor. Busquemos reproducirla para obtener
abundantes gracias celestiales.
Del P. Andrés Francisco Torres, IVE, en el “Boletín de las 40 Horas”, 7 de marzo de 2023. https://40horas.org/category/boletin-mensual/
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