«¿Pudo usted celebrar la misa en la cárcel?», es la pregunta que muchos me han hecho innumerables veces. Y tienen razón: la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana. Cuando les respondo que sí, ya se cuál es la pregunta siguiente: «¿Cómo consiguió encontrar pan y vino?».
Cuando fui arrestado tuve que salir
inmediatamente, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir
y pedir las cosas más necesarias: ropa, pasta de dientes... Escribí a mi
destinatario: «Por favor, mandadme un poco de vino como medicina contra el
dolor de estómago». Los fieles entendieron lo que eso significaba: me mandaron
una botellita de vino de misa con una etiqueta que decía: «medicina contra el
dolor de estómago», y las hostias las ocultaron en una antorcha que se usa para
combatir la humedad. El policía me preguntó:
–¿Le duele el estómago?
–Sí.
–Aquí hay un poco de medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: todos los
días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano,
celebraba la misa. De todos modos, dependía de la situación. En el barco que
nos llevó al norte celebraba la misa por la noche y daba la comunión a los
prisioneros que me rodeaban. A veces tenía que celebrar cuando todos iban al
baño, después de la gimnasia. En el campo de reeducación nos
dividieron en grupos de 50 personas; dormíamos en camas comunes; cada uno tenía
derecho a 50 cm. Nos las arreglamos para que estuvieran cinco católicos
conmigo. A las 21:30 había que apagar la luz y todos debían dormir. Me encogía
en la cama para celebrar la misa de memoria, repartía la comunión pasando la
mano bajo el mosquitero. Fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de
cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento. Llevaba siempre a Jesús
eucarístico en el bolsillo de la camisa.
Recuerdo lo que escribí: «Tú crees en una sola
fuerza: la Eucaristía, el cuerpo y la Sangre del Señor que te dará la vida, “He
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Como el
maná alimentó a los israelitas en su viaje a la tierra prometida, así la
Eucaristía te alimentará en tu camino de la esperanza (cf. Jn 6, 50)» (El
camino de la esperanza, n. 983).
Cada semana tiene lugar una sesión de adoctrinamiento
en la que debe participar todo el campo. Durante el descanso, mis compañeros católicos
y yo aprovechamos para pasar un paquetito para cada uno de los otros cuatro
grupos de prisioneros; todos saben que Jesús está en medio de ellos; Él es el
que cura todos los sufrimientos físicos y mentales. Durante la noche los presos
se turnan en adoración; Jesús eucarístico ayuda inmensamente con su presencia
silenciosa. Muchos cristianos vuelven al fervor de la fe durante esos días;
hasta budistas y otros no cristianos se convierten. La fuerza del amor de
Jesús es irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la
semilla germina bajo tierra durante la tempestad.
Ofrezco la misa junto con el Señor: cuando reparto
la comunión me doy a mí mismo junto al Señor para hacerme alimento para todos.
Esto quiere decir que estoy siempre al servicio de los demás.
Cada vez que ofrezco la misa tengo la oportunidad
de extender las manos y de clavarme en la cruz de Jesús, de beber con Él el
cáliz amargo.
Todos los días, al recitar y escuchar las palabras
de la consagración, confirmo con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo
pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la
mía (cf. 1Co 11,23-25).
Jesús empezó una revolución en la cruz. Vuestra
revolución debe empezar en la mesa eucarística, y de allí debe seguir adelante.
Así podréis renovar la humanidad.
He pasado nueve años aislado. Durante ese
tiempo celebro la misa todos los días hacia las 3 de la tarde, la hora en que
Jesús estaba agonizando en la cruz. Estoy solo, puedo cantar mi misa como
quiera, en latín, francés, vietnamita... Llevo siempre conmigo la bolsita que
contiene el Santísimo Sacramento; «Tú en mí, y yo en Ti». Han sido las misas
más bellas de mi vida.
Por la noche, entre las 9 y las 10, realizo una
hora de adoración, canto Lauda Sion, Pange lingua, Adoro Te, Te Deum
y cantos en lengua vietnamita, a pesar del ruido del altavoz, que dura desde
las 5 de la mañana hasta las 11:30 de la noche. Siento una singular paz de
espíritu y de corazón, el gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de
María y de José. Canto Salve Regina, Salve Mater, Alma Redemptoris Mater,
Regina coeli... en unidad con la Iglesia universal. A pesar de las
acusaciones y las calumnias contra la Iglesia, canto Tu es Petrus, Oremus
pro Pontifice nostro, Chrístus vincit...
Como Jesús calmó el hambre de la multitud que lo seguía en el desierto, en
la Eucaristía Él mismo continúa siendo alimento de vida eterna.
En la Eucaristía anunciamos la muerte de Jesús
y proclamarnos su resurrección. Hay momentos de tristeza infinita. ¿Qué hacer
entonces? Mirar a Jesús crucificado y abandonado en la cruz. A los ojos
humanos, la vida de Jesús fracasó, fue inútil, frustrada, pero a los ojos de
Dios, Jesús en la cruz cumplió la obra más importante de su vida, porque
derramó su sangre para salvar al mundo. ¡Qué unido está Jesús a Dios en la
cruz, sin poder predicar, curar enfermos, visitar a la gente y hacer milagros,
sino en inmovilidad absoluta!
Jesús es mi primer ejemplo de radicalismo en el
amor al Padre y a los hombres. Jesús lo ha dado todo: «los amó hasta el
extremo» (Jn 13, 1), hasta el «Todo está cumplido» (Jn 19, 30). Y el Padre amó
tanto al mundo «que dio a su Hijo unigénito» (Jn 3, 16). Darse todo como un pan para ser comido «por la vida del
mundo» (Jn 6, 51).
Jesús dijo: «Siento compasión de la gente» (Mt
15, 32). La multiplicación de los panes fue un anuncio, un signo de la
Eucaristía que Jesús instituiría poco después.
Queridísimos jóvenes, escuchad al Santo Padre:
«Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía... Entre las incertidumbres y distracciones
de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en el camino hacia Emaús...
Invocad a Jesús, para que, en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo,
permanezca siempre con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de
referencia, vuestra perenne esperanza» (Juan Pablo II, Mensaje para la XII
Jornada Mundial de la Juventud, 1997, n. 7).
Del Cardenal Francisco Javier Nguyen
Van Thuan, en «Cinco panes y dos peces», Buenos Aires 2001, Ciudad Nueva.
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