Si el encontrar un alma de santo
basta para transformar una vida, cuánto más el contacto familiar –casi
cotidiano– del alma de nuestro Cristo debería elevarnos hasta su vida divina y
eternizarnos ya con Él.
Aquel en quien residen la plenitud
de la divinidad y todas las riquezas de la redención, viene cada día a
visitarnos con el anhelo de comunicarnos los infinitos tesoros de su gracia
capital. Su gloria de Cristo está en ello interesada en más alto grado. ¿Por
ventura no es igualmente “la gloria del Padre el que llevemos mucho fruto” (Juan
XV, 8) y que nos hagamos santos? Mientras dure el tiempo de la Iglesia militante,
Jesús permanecerá entre nosotros como la fuente que continuamente manará todas
las gracias de la salvación.
El Corazón de Jesús está abierto a todas las
generaciones para abrevarlas en su sangre redentora. Su alma divina inclínase
sobre cada una de nuestras vidas para purificarla, iluminarla, abrasarla en el
fuego del amor y revestirla de sus propios sentimientos. El Verbo permanece con
nosotros para identificarnos en todos los movimientos de su alma de Cristo. Si
nos diviniza con su gracia es para que comuniquemos en su propia vida de
pensamiento y de amor e introducirnos “por Él, con Él y en Él” en su intimidad
con el Padre.
El contacto del alma de Cristo
ilumina nuestra inteligencia con luces divinas, de las que Él mismo goza ante
la Faz del Padre, en presencia de los ángeles y de los santos. Todavía no es la
visión beatífica como sucede en Cristo Jesús, sino una participación progresiva
en las mismas claridades. Bajo la influencia de los dones del Espíritu Santo,
nuestra fe, cada vez más luminosa, tiende a ver todo con la mirada misma de
Cristo. ¿Quién podría enumerar las luces recibidas por los doctores en el
resplandor de sus comuniones eucarísticas, que les proporcionaba el Verbo?
Después de largas horas de reflexión personal, condenada a la búsqueda a
tientas y a las interminables y fatigosas marchas y contramarchas del
pensamiento humano, la presencia del Verbo les revelaba, súbitamente, la verdad
divina y sus miradas permanecían por ella deslumbradas.
Una leyenda nos presenta a Santo
Tomás que va a apoyar su frente genial sobre la puerta del tabernáculo, para
implorar luz de Cristo. Toda la hagiografía cristiana nos repite que las más
grandes gracias de luz vinieron a las almas por la Eucaristía. Doctores y hombres
de acción, humildes vocaciones, muchedumbre anónima de fieles, ¡en cuántas
existencias la luz decisiva llegó en una comunión ferviente! Aquel que desde
toda la eternidad reposa en el seno del Padre y conoce todos los misterios de
Dios está allí, muy cerca de nosotros, para narrarnos todavía a cada uno, si lo
queremos, todos los secretos de la creación y esa vida íntima de un Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo, que habita infinitamente lejos de nosotros, oculto en su
luz inaccesible. Nos toca a nosotros guardar silencio y saber recogernos bajo
la irradiación del alma de Cristo.
El Maestro, que había dejado a
sus discípulos como compendio de todas sus enseñanzas el precepto supremo del
amor de Dios y de la caridad fraterna, no podía sustraerse Él mismo a la nota
fundamental de toda verdadera amistad: el deseo de “vivir juntos” para siempre.
La presencia es una necesidad del amor. Para realizar este “convivir con
nosotros”, a la espera del cielo, el Hijo de Dios ha instituido la Eucaristía.
Permanece continuamente entre nosotros, para unirnos a su vida de amor. Este
“vivir juntos” en una amistad sin fin fue la última recomendación de Jesús a
sus apóstoles, el testamento de su corazón de Cristo: “Permaneced en Mí, y Yo
en vosotros. En adelante ya no os llamaré siervos. Yo os lo digo: Vosotros sois
mis amigos”. “...Permaneced en mi amor” (Juan XV, 4-9, 15).
Una amistad profunda se
establece entre el fiel y Cristo en la hora de las comuniones eucarísticas. El
hombre abandona a Cristo sus intereses personales y la conducción de su vida.
En retorno, Jesús acuerda al alma que comulgue con su vida de puro amor con el
solo afán de la gloria del Padre. Tal es el término del encuentro de nuestra
alma con el alma de Cristo: una misma vida en el pensar y en el amar en una
misma voluntad de redención. La amistad de Cristo obra la identificación de las
voluntades. En contacto con Cristo, ya no pensamos, con Él, sino en las “cosas
de su Padre” (Lc II, 49). Se realiza entonces esa “transformación total del
hombre en Cristo, por el amor”, expresada por la célebre fórmula de San Pablo:
“Ya no soy yo quien vive, sino Cristo en mí” (Gal II, 20).
Al acercarnos a la Hostia
nosotros comulgamos con todas las virtudes del alma de Cristo, no sólo en su
vida de luz por la fe o en su vida de amor por la caridad; sino en su pureza,
en su prudencia, en su fortaleza de alma, en todos los sentimientos de su
piedad filial para con su Padre. Vamos nosotros a beber en Él, como en su
fuente común, la práctica de todas las cristianas. Una misma gracia de santidad
fluye de la Cabeza a los miembros para animar a todo el cuerpo místico con un
mismo movimiento de vida divina. Bajo esta presencia misteriosa, pero real, el
alma olvídase de sí poco a poco; pensamientos y las voliciones íntimas del alma
de Cristo sustituyen su vida propia. Muy pronto el alma es transformada en
Cristo que llega a ser su fortaleza, su pureza, su consejo, su adoración, su
ruego, su expiación, su acción de gracias, el móvil constante hasta de sus
menores acciones. La gracia cristiforme se abre en ella plenamente. En este
grado de transformación, una vida fiel hácese una irradiación de la vida de
Jesús: en cada uno de sus actos el cristiano expresa a Cristo.
Tal es el fruto de la comunión
eucarística indicado por Jesús mismo en el Evangelio: “Como Yo vivo por mi
Padre que Me ha enviado, así, quien Me come vivirá por Mí” (Juan VI, 58).
Así como el Hijo recibe todo de
su Padre en el seno de la divinidad, así el cristiano que comulga no vive ya
sino en dependencia de Jesús. Su alma, por decirlo así, no hace sino una con la
de Cristo.
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