Por las parábolas de Jesús sobre los banquetes, sabemos que
él conoce la realidad de que hay puestos que quedan vacíos, la respuesta
negativa, el desinterés por él y su cercanía. Los puestos vacíos en el banquete
nupcial del Señor, con o sin excusas, son para nosotros, ya desde hace tiempo,
no una parábola sino una realidad actual, precisamente en aquellos países en
los que había mostrado su particular cercanía. Jesús también tenía experiencia
de aquellos invitados que vendrían, sí, pero sin ir vestidos con el traje de
boda, sin alegría por su cercanía, como cumpliendo sólo una costumbre y con una
orientación de sus vidas completamente diferente. San Gregorio Magno, en una de
sus homilías se preguntaba: ¿Qué tipo de personas son aquellas que vienen sin
el traje nupcial? ¿En qué consiste este traje y como se consigue? Su respuesta
dice así: Los que han sido llamados y vienen, en cierto modo tienen fe. Es la
fe la que les abre la puerta. Pero les falta el traje nupcial del amor. Quien
vive la fe sin amor no está preparado para la boda y es arrojado fuera. La
comunión eucarística exige la fe, pero la fe requiere el amor, de lo contrario
también como fe está muerta.
Sabemos por los cuatro Evangelios que la última cena de
Jesús, antes de la Pasión, fue también un lugar de anuncio. Jesús propuso una
vez más con insistencia los elementos fundamentales de su mensaje. Palabra y
Sacramento, mensaje y don están indisolublemente unidos. Pero durante la Última
Cena, Jesús sobre todo oró. Mateo, Marcos y Lucas utilizan dos palabras para
describir la oración de Jesús en el momento central de la Cena: «eucharistesas»
y «eulogesas» –«agradecer» y «bendecir». El movimiento ascendente del
agradecimiento y el descendente de la bendición van juntos. Las palabras de la
transustanciación son parte de esta oración de Jesús. Son palabras de plegaria.
Jesús transforma su Pasión en oración, en ofrenda al Padre por los hombres.
Esta transformación de su sufrimiento en amor posee una fuerza transformadora
para los dones, en los que Él ahora se da a sí mismo. Él nos los da para que
nosotros y el mundo seamos transformados. El objetivo propio y último de la
transformación eucarística es nuestra propia transformación en la comunión con
Cristo. La Eucaristía apunta al hombre nuevo, al mundo nuevo, tal como éste
puede nacer sólo a partir de Dios mediante la obra del Siervo de Dios.
Gracias a Lucas y, sobre todo, a Juan sabemos que Jesús en
su oración durante la Última Cena dirigió también peticiones al Padre, súplicas
que contienen al mismo tiempo un llamamiento a sus discípulos de entonces y de
todos los tiempos. Quisiera en este momento referirme sólo una súplica que,
según Juan, Jesús repitió cuatro veces en su oración sacerdotal. ¡Cuánta
angustia debió sentir en su interior! Esta oración sigue siendo de continuo su
oración al Padre por nosotros: es la plegaria por la unidad. Jesús dice
explícitamente que esta súplica vale no sólo para los discípulos que estaban
entonces presentes, sino que apunta a todos los que creerán en él (cf. Jn 17,
20). Pide que todos sean uno «como tú, Padre, en mí, y yo en ti, para que el
mundo crea» (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos sólo se da si
los cristianos están íntimamente unidos a él, a Jesús. Fe y amor por Jesús, fe
en su ser uno con el Padre y apertura a la unidad con Él, son esenciales. Esta
unidad no es algo solamente interior, místico. Se ha de hacer visible, tan
visible que constituya para el mundo la prueba de la misión de Jesús por parte del
Padre. Por eso, esa súplica tiene un sentido eucarístico escondido, que Pablo
ha resaltado con claridad en la Primera carta a los Corintios:
«El pan que partimos, ¿no nos une a todos en el cuerpo de Cristo? El pan es
uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque
comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 16s). La Iglesia nace con la
Eucaristía. Todos nosotros comemos del mismo pan, recibimos el mismo cuerpo del
Señor y eso significa: Él nos abre a cada uno más allá de sí mismo. Él nos hace
uno entre todos nosotros. La Eucaristía es el misterio de la íntima cercanía y
comunión de cada uno con el Señor. Y, al mismo tiempo, es la unión visible
entre todos. La Eucaristía es sacramento de la unidad. Llega hasta el misterio
trinitario, y crea así a la vez la unidad visible. Digámoslo de nuevo: ella es
el encuentro personalísimo con el Señor y, sin embargo, nunca es un mero acto
de devoción individual. La celebramos necesariamente juntos. En cada comunidad
está el Señor en su totalidad. Pero es el mismo en todas las comunidades. Por
eso, forman parte necesariamente de la Oración eucarística de la Iglesia las
palabras: «una cum Papa nostro et cum Episcopo nostro». Esto no es un
añadido exterior a lo que sucede interiormente, sino expresión necesaria de la
realidad eucarística misma. Y nombramos al Papa y al Obispo por su nombre: la
unidad es totalmente concreta, tiene nombres. Así, se hace visible la unidad,
se convierte en signo para el mundo y establece para nosotros mismos un
criterio concreto.
San Lucas nos ha conservado un elemento concreto de la
oración de Jesús por la unidad: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado
para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se
apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,
31s). Hoy comprobamos de nuevo con dolor que a Satanás se le ha concedido
cribar a los discípulos de manera visible delante de todo el mundo. Y sabemos
que Jesús ora por la fe de Pedro y de sus sucesores. Sabemos que Pedro, que va
al encuentro del Señor a través de las aguas agitadas de la historia y está en
peligro de hundirse, está siempre sostenido por la mano del Señor y es guiado
sobre las aguas. Pero después sigue un anuncio y un encargo. «Tú, cuando te
hayas convertido…»: Todos los seres humanos, excepto María, tienen necesidad de
convertirse continuamente. Jesús predice la caída de Pedro y su conversión. ¿De
qué ha tenido que convertirse Pedro? Al comienzo de su llamada, asustado por el
poder divino del Señor y por su propia miseria, Pedro había dicho: «Señor,
apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En la
presencia del Señor, él reconoce su insuficiencia. Así es llamado precisamente
en la humildad de quien se sabe pecador y debe siempre, continuamente, encontrar
esta humildad. En Cesarea de Filipo, Pedro no había querido aceptar que Jesús
tuviera que sufrir y ser crucificado. Esto no era compatible con su imagen de
Dios y del Mesías. En el Cenáculo no quiso aceptar que Jesús le lavase los
pies: eso no se ajustaba a su imagen de la dignidad del Maestro. En el Huerto
de los Olivos blandió la espada. Quería demostrar su valentía. Sin embargo,
delante de la sierva afirmó que no conocía a Jesús. En aquel momento, eso le
parecía una pequeña mentira para poder permanecer cerca de Jesús. Su heroísmo
se derrumbó en un juego mezquino por un puesto en el centro de los
acontecimientos. Todos debemos aprender siempre a aceptar a Dios y a Jesucristo
como él es, y no como nos gustaría que fuese. También nosotros tenemos dificultad
en aceptar que él se haya unido a las limitaciones de su Iglesia y de sus
ministros. Tampoco nosotros queremos aceptar que él no tenga poder en el mundo.
También nosotros nos parapetamos detrás de pretextos cuando nuestro pertenecer
a él se hace muy costoso o muy peligroso. Todos tenemos necesidad de una
conversión que acoja a Jesús en su ser-Dios y ser-Hombre. Tenemos necesidad de
la humildad del discípulo que cumple la voluntad del Maestro. En este momento
queremos pedirle que nos mire también a nosotros como miró a Pedro, en el
momento oportuno, con sus ojos benévolos, y que nos convierta.
Pedro, el convertido, fue llamado a confirmar a sus
hermanos. No es un dato exterior que este cometido se le haya confiado en el
Cenáculo. El servicio de la unidad tiene su lugar visible en la celebración de
la santa Eucaristía. Queridos amigos, es un gran consuelo para el Papa saber
que en cada celebración eucarística todos rezan por él; que nuestra oración se
une a la oración del Señor por Pedro. Sólo gracias a la oración del Señor y de
la Iglesia, el Papa puede corresponder a su misión de confirmar a los hermanos,
de apacentar el rebaño de Jesús y de garantizar aquella unidad que se hace
testimonio visible de la misión de Jesús de parte del Padre.
«Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros».
Señor, tú tienes deseos de nosotros, de mí. Tú has deseado darte a nosotros en
la santa Eucaristía, de unirte a nosotros. Señor, suscita también en nosotros
el deseo de ti. Fortalécenos en la unidad contigo y entre nosotros. Da a tu
Iglesia la unidad, para que el mundo crea. Amén.
* Homilía del Santo Padre Benedicto XVI – Basílica de San Juan de Letrán – Jueves Santo – 21 de abril de 2011.
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