Lecturas:
Ex. 16, 2. 4. 12-15
Ef.
4,17. 20-24
Jn.
6, 24-35
«Yo haré caer pan para vosotros
desde lo alto del cielo», había profetizado el Señor a Moisés, como lo oímos en
la primera de las lecturas. Y fue el mismo Jesús quien se encargó de decirnos
que Él era ese Pan venido de lo alto: «Os aseguro que no es Moisés el que os
dio el pan del cielo: mi Padre os da el verdadero pan del cielo; porque el pan
de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo». Jesús se declara,
pues, «pan del cielo», pan que viene de lo alto, infinitamente superior al pan
material con que se alimentó el pueblo elegido durante su travesía por el
desierto.
¡Cuán notable la expresión de
Jesús: Él es el Pan de Dios que desciende del cielo y da vida al mundo! El maná
del Antiguo Testamento no daba la vida; todos lo que de él se alimentaban,
tarde o temprano sucumbían. En cambio, el Pan que es Cristo, da la vida
indeficiente. El pan corporal era pan de muerte, porque sólo se ordenaba a
restaurar temporalmente las fuerzas, sin evitar con ello la muerte ulterior. Por
el contrario, el pan espiritual vivifica, porque destruye la muerte. Por eso es
el Pan verdadero, del cual el maná era tan sólo figura. Para ello el Hijo de
Dios se había hecho carne, para dar «el pan de vida». Él mismo nos lo dijo: «Vine
para que tuvieran vida, y la tuviesen en abundancia». La carne de Cristo, que
se nos ofrece en la Eucaristía, está unida al Verbo de Dios, y por eso es capaz
de comunicar la vida, la vida divina.
Cristo se nos muestra, así, como
el pan que da vida al mundo. Y si ahora el Señor comunica vida es porque antes dio
su vida en sacrificio. Su ofrenda llevada hasta la muerte es la causa de
nuestra vivificación. La Eucaristía prolonga el aspecto sacrificial de nuestra
salvación: es el sacrificio de Cristo renovado sobre nuestros altares. Pero
¿acaso Cristo no ofreció su sacrificio una sola vez y para siempre? Ciertamente,
pero al celebrarlo en la misa, hacemos conmemoración de su muerte, de esa
muerte que fue una y no muchas. No hacemos otro sacrificio, sino que siempre
ofrecemos el mismo, es decir, hacemos conmemoración del sacrificio. La
Eucaristía es, pues, el sacramento del sacrificio de la Cruz. La obra del Señor
realizada «de una vez para siempre» se hace efectiva en cada «ahora» de la Misa.
Cristo nos dejó su testamento, su herencia, en su sangre. Los sacrificios,
aunque numerosos, no eclipsan el sacrificio de la cruz sino que lo expresan: son
la aplicación de la herencia. Sólo es distinta la manera de ofrecerse el
sacrificio; en la cruz con derramamiento de sangre, en la Eucaristía de modo
incruento.
El Señor dijo: «El pan que yo os
daré es mi carne para la vida del mundo». Es la cruz, donde Cristo dio su carne
para la vida del mundo, lo que permite que se haga comible, digerible. En su
Pasión, Cristo se dejó triturar por los golpes, por los azotes, por el odio,
por la lanza, para hacerse el pan de nuestra Eucaristía. Como el trigo debe ser
molido antes de volverse pan.
Pues bien, amados hermanos,
cuantas veces se celebra el sacrificio de la misa se renueva en nuestro favor
la obra de la redención. En la Eucaristía, la Iglesia se sacrifica con Cristo,
se une a su sacrificio, y de ese modo hace posible para nosotros el contacto
con su Pasión. O mejor, Cristo sigue ofreciendo su sacrificio, mas por
mediación de la Iglesia. Porque en la misa, Cristo no renueva su sacrificio de
la cruz directamente, mediante las acciones de su cuerpo físico, sino mediante
las acciones de su cuerpo físico, sino mediante las acciones de su cuerpo
místico. La Iglesia es su instrumento, su boca, su mano ofertorial. Por eso en
la misa el celebrante pide a Dios Padre que acepte la ofrenda, y que la
considere no sólo como el sacrificio personal de su Hijo sino también como el
sacrificio del Esposo al que da su consentimiento la Esposa, que es la Iglesia.
Así como no hay Eucaristía sin cruz, tampoco hay Eucaristía sin Iglesia. El
«plus» que la misa agrega a la cruz es la participación de la Iglesia.
Todo el juego que se realiza
entre Cristo y la Iglesia se puede resumir en dos palabras claves de la
plegaria eucarística, que se pronuncian inmediatamente después de la
consagración: haciendo memoria-te ofrecemos (mémores-offérimus). En
memoria del sacrificio de Cristo, ofrecemos nuestro sacrificio. Haciendo memoria
de todo el misterio de Cristo: su pasión, su muerte, su resurrección y su ascensión,
ofrecemos nuestro sacrificio, que es el mismo de Cristo, pero que pasa por
nuestras manos, y al que se acopla nuestra cuota de sufrimiento o, al decir del
Apóstol, «lo que falta a la Pasión de Cristo».
Profundas y difíciles de
entender, queridos hermanos, estas enseñanzas de la teología eucarística. Pero,
al mismo tiempo, fuentes de vida interior. Pensar que cada vez que acudimos a
misa es como si nos acercásemos, por la fe, al pie del monte Calvario, para
contemplar al Cristo que muere por nosotros, para elevar nuestras manos como
patenas que ofrecen ese sacrificio divino, que se ha hecho también propio nuestro,
para abrir nuestros labios y beber la sangre que brota a raudales de su costado
herido. ¿Qué mejor ejemplo de participación en el sacrificio que el que nos ofreció nuestra Madre, la Virgen María, junto a la cruz de Jesús? Ella, de pie,
y en el silencio de tres horas interminable, aceptó el misterio, se dejó
crucificar espiritualmente con su Hijo, con Él se inmoló. Los clavos que
atravesaron sus manos y los pies de Cristo, hirieron también místicamente a la
Madre, la lanza que perforó el pecho del Señor, se hundió también en su corazón
inmaculado. Por eso fue llamada «corredentora», porque de tal modo se adhirió
al acto redentor de su Hijo que mereció cooperar de manera eminente en la obra
de nuestra salvación.
No nos contentemos, pues, con
asistir pasivamente a la misa. Inmolémonos interiormente. Cono nos lo
recomienda San Pablo en la epístola de hoy, renunciemos siempre de nuevo a la
vida que llevamos, despojándonos del hombre viejo, para renovarnos en lo más
íntimo del espíritu y revestirnos del hombre nuevo. Esa será nuestra mejor
participación en la misa: morir una vez más con Cristo, mortificar nuestras
pasiones desordenadas –mortificar quiere decir dar muerte–, renunciar a
nuestros egoísmos y pecados, de tal modo que nos dejemos invadir por Aquel que
bajó del cielo para dar vida al mundo.
Prosigamos el Santo Sacrifico de
la Misa. Ofrezcámonos con Cristo, sacrifiquémonos por Él y en Él, renunciemos a
las ataduras, a la decrepitud de nuestros pecados, y vivamos la santa novedad
de la gracia eucarística. Pongamos nuestra confianza en Aquel que hoy nos ha
dicho: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que
cree en mí jamás tendrá sed».
* Del P. Alfredo Sáenz, en «Palabra y
Vida – Homilías Dominicales y Festivas – Ciclo B», Ediciones Gladius – 1993.
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