Llamada a la Adoración


El Mensaje nos llama aquí la atención hacia el primer mandamiento de la Ley de Dios: «Yo soy Yavé tu Dios, (...) No tendrás otro Dios que a Mí. No te harás esculturas ni imagen alguna de lo que hay en lo alto de los cielos, ni de lo que hay abajo sobre la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas, y no las servirás, porque yo soy Yavé tu Dios, un Dios celoso» (Ex. 20, 2-5). Y dice en otro pasaje «Servirás a Yavé, tu Dios, y Él bendecirá tu pan y tu agua y alejará de en medio de vosotros las enfermedades». (Ex. 23, 25).

Con esta Ley, Dios nos manda adorarle solamente a Él, porque sólo Él es el que es digno de ser adorado por sus criaturas. Nos prohíbe fabricar ídolos con las cosas que fueron creadas por Él y que son más impotentes que nosotros: nada pueden y nada valen; por eso nos prohíbe prestarles culto o adoración.

Pero es preciso no confundir estos ídolos, a los cuales Dios aquí se refiere, con las imágenes de Cristo, de nuestra Señora y de los santos. Nosotros no prestamos ni debemos prestar culto de adoración a ninguna de estas imágenes. Sólo las estimamos por lo que representan y nos recuerdan; como estimamos el retrato de nuestros padres, de nuestros hermanos y personas amigas: los colocamos en los lugares más dignos de nuestra casa, para verlos mejor y para que las personas, que nos visitan, los vean y recuerden también. Las imágenes de Jesucristo, de nuestra Señora y de los santos, las estimamos porque nos recuerdan a las personas que representan, sus virtudes, su doctrina, y así nos animamos a seguir sus ejemplos.

Jesucristo, nuestro ejemplo en todo, se negó a prestar adoración a alguien más que no fuese a Dios. Estando Él en el desierto –nos cuenta San Lucas–, después de haber pasado allí cuarenta días y cuarenta noches, orando y ayunando, fue tentado por el Demonio, que le dice: «Te daré todo este poder y su gloria, porque me han sido entregados y los doy a quien quiero. Por tanto, si me adoras, todo será tuyo. Y Jesús le respondió: Escrito está: ‘Adorarás al Señor tu Dios y solamente a Él darás culto’» (Lc. 4, 6-8).

Adorar a Dios es, pues, un deber y un precepto que el Señor nos impuso por amor, para darnos ocasión de ser por Él beneficiados. Esto mismo resalta en el caso siguiente: cuando Moisés conducía al pueblo de Israel camino de la Tierra Prometida, se detuvo en la falda del monte Sinaí. Invitado por Dios, Moisés subió a la montaña para recibir de las manos divinas las tablas de la Ley; mientras él permanecía allí en la compañía de Dios, el pueblo fabricó un becerro de oro y le prestó culto. Dios se indignó mucho con este pecado del pueblo y lo hizo saber a Moisés, amenazando destruir aquel pueblo idólatra. ¿Qué hace Moisés? Intercede por su pueblo: «Moisés se echó en seguida a tierra, y prosternándose, dijo: «Señor, si he hallado gracia a tus ojos, dígnate, Señor, marchar en medio de nosotros, porque este pueblo es de dura cerviz; perdona nuestras iniquidades y nuestros pecados y tómanos por heredad tuya» (Ex. 34, 8-9). Fue así cómo él, postrado en adoración delante de Dios, obtuvo el perdón para el pueblo y la renovación de la alianza con Dios.

El modo como debemos adorar a Dios nos aparece descrito por San Juan, en el diálogo de Jesucristo con la Samaritana. En un momento dado, dice ésta: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el lugar donde se debe adorar está en Jerusalén. Le respondió Jesús: Créeme mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos. Pero llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad» (Jn. 4,19-24). Como veis, no importa el lugar, pero sí que nuestro espíritu y nuestra inteligencia reconozcan a Dios su infinita grandeza, su inmenso poder, y que, en un rendido homenaje lo adoremos.

La adoración se funde con el amor, con el reconocimiento, con la gratitud, porque a nadie más debemos tanto como a Dios. La gente llega a exteriorizar ciertos sentimientos fuertes que lleva en el alma, con estas palabras: quiero tanto a tal persona, ¡que le adoro! Se trata de una expresión de cariño, de estima, de veneración hacia un semejante nuestro. ¿Y no la hemos de tener para con Dios? ¿Quién más o tanto como Él nos la merece?

Es cierto que, en el Levítico, el Señor dice: «No os hagáis ídolos (...) ni pongáis en vuestra tierra piedras esculpidas para prosternaros ante ellos, porque soy Yo, Yavé, vuestro Dios» (Lev. 26, 1); pero leemos también en la Sagrada Escritura que, en el desierto, cuando el pueblo de Israel se vio atacado por una invasión de serpientes venenosas cuya mordedura era fatal, Dios mandó a Moisés que fabricase una serpiente de bronce y la colocase en lo alto de un poste, para que aquellos que fuesen mordidos, mirando para ella, no muriesen (Nm. 21, 4-9). Sin duda no era la serpiente de bronce la que operaba el milagro de salvar de aquel veneno mortal la vida de las personas, sino la fe en la eficacia de la palabra de Dios que así lo prometiera, era la fe con que ellas miraban hacia esa serpiente, que representaba a Jesucristo levantado en el madero de la Cruz.

Y así debemos mirar a las imágenes de los Santos; recordando lo que ellas representan, creyendo en lo que ellas representan, amando y respetando lo que ellas representan: si tuviereis fe, trasladaríais montañas.

En el Apocalipsis, nos dice San Juan que un Ángel que tenía una Buena Nueva para anunciar a los habitantes de la tierra, oyó decir en alta voz: «Adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Ap. 14, 7). Y, después de contemplar las maravillas del Cielo, que Dios tiene preparadas para los elegidos, San Juan quiso postrarse para adorar al Ángel que le mostraba y explicaba, pero éste le dice: «¡Mira, no lo hagas!: Yo soy consiervo tuyo y de tus hermanos los profetas y de los que guardan las palabras de este libro. Adora a Dios» (Ap. 22, 9).

El mismo autor sagrado nos cuenta esta visión que tuvo: «Vi también como un mar de cristal mezclado con fuego, y a los que vencieron a la bestia y a su imagen y al número de su nombre, que estaban en pie sobre el mar de cristal llevando las cítaras de Dios. Y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: ¡Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios omnipotente! ¡Justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor y glorificará tu nombre? Porque sólo Tú eres Santo, porque todas las naciones vendrán y se postrarán en tu presencia» (Ap. 15, 2-4).

Éste es el cántico de nuestra adoración delante de Dios. Lo adoramos con fe, porque creemos en Él. Lo bendecimos con esperanza, seguros de que de Él nos ha de venir el bien. Le damos gracias con amor, porque sabemos que fue por amor que Él nos creó, que es por amor que nos conserva la vida y fue por amor que nos destinó a la participación de su propia vida. Por eso, nuestra adoración debe ser un cántico de perfecta alabanza, porque, aun antes de que existiéramos, ya Él nos amaba y fue movido por ese amor que nos dio el ser.

¡Ave María!

* De Sor Lucía de Fátima, en «Llamadas del Mensaje de Fátima» - Carmelo de Coimbra y Santuario de Fátima – Edición: Secretariado dos Pastorinhos – 2007 – Fátima – Portugal.

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