Con esta Ley, Dios nos manda
adorarle solamente a Él, porque sólo Él es el que es digno de ser adorado por sus
criaturas. Nos prohíbe fabricar ídolos con las cosas que fueron creadas por Él
y que son más impotentes que nosotros: nada pueden y nada valen; por eso nos
prohíbe prestarles culto o adoración.
Pero es preciso no confundir
estos ídolos, a los cuales Dios aquí se refiere, con las imágenes de Cristo, de
nuestra Señora y de los santos. Nosotros no prestamos ni debemos prestar culto
de adoración a ninguna de estas imágenes. Sólo las estimamos por lo que
representan y nos recuerdan; como estimamos el retrato de nuestros padres, de
nuestros hermanos y personas amigas: los colocamos en los lugares más dignos de
nuestra casa, para verlos mejor y para que las personas, que nos visitan, los
vean y recuerden también. Las imágenes de Jesucristo, de nuestra Señora y de
los santos, las estimamos porque nos recuerdan a las personas que representan,
sus virtudes, su doctrina, y así nos animamos a seguir sus ejemplos.
Jesucristo, nuestro ejemplo en
todo, se negó a prestar adoración a alguien más que no fuese a Dios. Estando Él
en el desierto –nos cuenta San Lucas–, después de haber pasado allí cuarenta
días y cuarenta noches, orando y ayunando, fue tentado por el Demonio, que le
dice: «Te daré todo este poder y su gloria, porque me han sido entregados y los
doy a quien quiero. Por tanto, si me adoras, todo será tuyo. Y Jesús le
respondió: Escrito está: ‘Adorarás al Señor tu Dios y solamente a Él darás
culto’» (Lc. 4, 6-8).
Adorar a Dios es, pues, un deber
y un precepto que el Señor nos impuso por amor, para darnos ocasión de ser por
Él beneficiados. Esto mismo resalta en el caso siguiente: cuando Moisés
conducía al pueblo de Israel camino de la Tierra Prometida, se detuvo en la
falda del monte Sinaí. Invitado por Dios, Moisés subió a la montaña para
recibir de las manos divinas las tablas de la Ley; mientras él permanecía allí
en la compañía de Dios, el pueblo fabricó un becerro de oro y le prestó culto.
Dios se indignó mucho con este pecado del pueblo y lo hizo saber a Moisés,
amenazando destruir aquel pueblo idólatra. ¿Qué hace Moisés? Intercede por su
pueblo: «Moisés se echó en seguida a tierra, y prosternándose, dijo: «Señor, si
he hallado gracia a tus ojos, dígnate, Señor, marchar en medio de nosotros,
porque este pueblo es de dura cerviz; perdona nuestras iniquidades y nuestros
pecados y tómanos por heredad tuya» (Ex. 34, 8-9). Fue así cómo él, postrado en
adoración delante de Dios, obtuvo el perdón para el pueblo y la renovación de
la alianza con Dios.
El modo como debemos adorar a
Dios nos aparece descrito por San Juan, en el diálogo de Jesucristo con la
Samaritana. En un momento dado, dice ésta: «Señor, veo que tú eres un profeta.
Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el lugar
donde se debe adorar está en Jerusalén. Le respondió Jesús: Créeme mujer, llega
la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros
adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la
salvación procede de los judíos. Pero llega la hora, y es ésta, en la que los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son
los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran deben
adorar en espíritu y en verdad» (Jn. 4,19-24). Como veis, no importa el lugar,
pero sí que nuestro espíritu y nuestra inteligencia reconozcan a Dios su
infinita grandeza, su inmenso poder, y que, en un rendido homenaje lo adoremos.
La adoración se funde con el
amor, con el reconocimiento, con la gratitud, porque a nadie más debemos tanto
como a Dios. La gente llega a exteriorizar ciertos sentimientos fuertes que
lleva en el alma, con estas palabras: quiero tanto a tal persona, ¡que le
adoro! Se trata de una expresión de cariño, de estima, de veneración hacia un
semejante nuestro. ¿Y no la hemos de tener para con Dios? ¿Quién más o tanto
como Él nos la merece?
Es cierto que, en el Levítico,
el Señor dice: «No os hagáis ídolos (...) ni pongáis en vuestra tierra piedras
esculpidas para prosternaros ante ellos, porque soy Yo, Yavé, vuestro Dios»
(Lev. 26, 1); pero leemos también en la Sagrada Escritura que, en el desierto,
cuando el pueblo de Israel se vio atacado por una invasión de serpientes
venenosas cuya mordedura era fatal, Dios mandó a Moisés que fabricase una
serpiente de bronce y la colocase en lo alto de un poste, para que aquellos que
fuesen mordidos, mirando para ella, no muriesen (Nm. 21, 4-9). Sin duda no era
la serpiente de bronce la que operaba el milagro de salvar de aquel veneno
mortal la vida de las personas, sino la fe en la eficacia de la palabra de Dios
que así lo prometiera, era la fe con que ellas miraban hacia esa serpiente, que
representaba a Jesucristo levantado en el madero de la Cruz.
Y así debemos mirar a las
imágenes de los Santos; recordando lo que ellas representan, creyendo en lo que
ellas representan, amando y respetando lo que ellas representan: si tuviereis
fe, trasladaríais montañas.
En el Apocalipsis, nos dice San
Juan que un Ángel que tenía una Buena Nueva para anunciar a los habitantes de
la tierra, oyó decir en alta voz: «Adorad a aquel que hizo el cielo y la
tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Ap. 14, 7). Y, después de
contemplar las maravillas del Cielo, que Dios tiene preparadas para los
elegidos, San Juan quiso postrarse para adorar al Ángel que le mostraba y
explicaba, pero éste le dice: «¡Mira, no lo hagas!: Yo soy consiervo tuyo y de
tus hermanos los profetas y de los que guardan las palabras de este libro.
Adora a Dios» (Ap. 22, 9).
El mismo autor sagrado nos
cuenta esta visión que tuvo: «Vi también como un mar de cristal mezclado con
fuego, y a los que vencieron a la bestia y a su imagen y al número de su
nombre, que estaban en pie sobre el mar de cristal llevando las cítaras de
Dios. Y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del
Cordero, diciendo: ¡Grandes y admirables son tus obras, Señor, Dios
omnipotente! ¡Justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones! ¿Quién no
temerá, Señor y glorificará tu nombre? Porque sólo Tú eres Santo, porque todas
las naciones vendrán y se postrarán en tu presencia» (Ap. 15, 2-4).
Éste es el cántico de nuestra
adoración delante de Dios. Lo adoramos con fe, porque creemos en Él. Lo
bendecimos con esperanza, seguros de que de Él nos ha de venir el bien. Le
damos gracias con amor, porque sabemos que fue por amor que Él nos creó, que es
por amor que nos conserva la vida y fue por amor que nos destinó a la
participación de su propia vida. Por eso, nuestra adoración debe ser un cántico
de perfecta alabanza, porque, aun antes de que existiéramos, ya Él nos amaba y
fue movido por ese amor que nos dio el ser.
¡Ave María!
* De Sor Lucía de Fátima, en
«Llamadas del Mensaje de Fátima» - Carmelo de Coimbra y Santuario de Fátima –
Edición: Secretariado dos Pastorinhos – 2007 – Fátima – Portugal.
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