La Iglesia celebra la Eucaristía cada día del año: la ofrece
a Dios en sacrificio de alabanza, la da en alimento a los fieles y la conserva
en los sagrarios para que Cristo presente en el Sacramento sea el centro y el
sostén de su vida. Por eso la solemnidad de hoy no es tanto el recuerdo de la institución
de este Sacramento, cuanto la celebración de un misterio siempre vivo y actual.
A esta perspectiva se ha de considerar la Liturgia de hoy.
La primera lectura (Dt 8, 2-3. 14b-16a) evoca un hecho sucedido
hace ya miles de años, pero actual todavía en cuanto a su significado
espiritual: el maná bajado del cielo y el agua viva manada de la roca para
saciar el hambre y la sed de Israel errante por el desierto. Es un tema sobre
el que Moisés volvía con insistencia para tener despiertos la fe y el
reconocimiento del pueblo.
Con más razón la Iglesia pone todo cuidado en que el nuevo
pueblo de Dios no desdeñe el don inmensamente mayor –del que el maná no es sino
una pálida imagen–, que cada día tiene a su alcance, la Eucaristía. No es alimento
material, sino espiritual, verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo que se le ofrece
como viático de su peregrinación terrena. Es el pan «de cada día» que los
fieles deberían pedir y comer a diario, más hambrientos y deseosos de él que
del pan material.
Precisamente en esto induce a reflexionar el Evangelio de
hoy (Jn 6, 51-59), en el cual resuenan las palabras de Jesús: «Yo soy el pan
vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá siempre. Y el pan
que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (ib 51). La Eucaristía es un
pan tan vivificador que es germen y prenda de vida eterna justo porque es el
Cuerpo del que es «la vida» (Jn 14, 6). Los hebreos después de haber comido el maná
en el desierto, murieron; en cambio, «el que come este pan vivirá para siempre»
(Jn 6, 58). La Eucaristía es el memorial de la muerte del Señor y ofrece a los
fieles el mismo cuerpo de Cristo que se inmoló en la cruz por ellos, y es
también el memorial de su resurrección porque es «pan vivo» en el que Cristo
está presente y viviente como lo está en la gloria del cielo.
«Sacramento de nuestra fe», proclama la Iglesia cada vez que
se consagra la Eucaristía; «sacramento de fe» debe repetir el cristiano cada
vez que se acerca a recibirlo. Pero también sacramento de amor, por el que
Cristo ha llevado hasta el extremo el don de sí mismo: después de haber dado su
vida por los hombres, se da a ellos en alimento, y no una sola vez, sino
continuamente, cada día «hasta que vuelva». Hay que adorar, dar gracias, amar;
hay que acercarse y comer. «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí
y yo en él... El que me come vivirá por mí» (ib 56-57). La comunión sacramental
es fuente de comunión vital y permanente con Cristo, por la que el cristiano
vive realmente «por él», no sólo porque recibe de él la vida, sino porque
endereza a él toda su existencia.
La segunda lectura (1 Cr 10, 16-17) abre otra perspectiva:
la Eucaristía es también fuente de comunión entre los hermanos. «El pan es uno,
y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos
todos del mismo pan» (ib 17). Como el pan eucarístico es uno –el Cuerpo de
Cristo–, así los que participan de él forman a su vez un solo cuerpo, la
Iglesia, Cuerpo místico de Cristo. En otro lugar recuerda San Pablo todos los
motivos que comprometen a los creyentes con la unidad: «Un solo Espíritu...,
una sola esperanza..., un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo
Dios Padre de todos» (Ef 4, 6). Aquí afirma que el sacramento fortalecedor de
esta unidad es el único pan eucarístico. «Justo porque participamos en un solo
pan, nos hacemos todos un solo Cuerpo de Cristo, una sola sangre, y miembros
los unos de los otros, hechos un solo cuerpo con Cristo» (S. Juan Damasceno, De
fide orth. 4, 13). El cristiano debe, pues, sacar de la Comunión
eucarística el fruto de una comunión más intensa con los hermanos.
__________________
Alabado seas, oh Señor todopoderoso... Viniste a
librarnos de nuestros pecados. Nosotros te cantamos, admirable Salvador. Tú
eres el pastor del rebaño, enviado por el Padre... Haz que recibamos con
reverencia el Sacramento, que nos saciemos de tu dulzura, oh Cristo. Nos has
dado el pan del cielo: nosotros hemos comido el pan de los Ángeles. Haz que nos
amemos unos a otros porque tú, oh Dios, eres caridad. El que ama a su hermano
ha nacido de ti y te contempla; en él es perfecta la caridad. (Cf. Plegarias
eucarísticas, 47).
Señor, tú vives en mí con tu gracia, yo me complazco en
ti por encima de todas las cosas. Yo te debo amar, dar gracias, alabar; no
puedo menos, porque eso es para mí vida eterna. Tú eres mi manjar y mi bebida:
cuanto más como, más hambre tengo; cuanto más bebo, tengo más sed, cuanto más
te poseo, más te deseo. Eres para mí más dulce que la miel, superior a toda
dulzura que se pueda gustar. Siempre tengo hambre y deseo de ti, porque no
puedo agotarte. ¿Eres tú quien me consumes o yo quien te consumo a ti? No lo
sé; porque en el fondo de mi alma siento ambas cosas. Tú quieres que yo sea una
cosa contigo; quiero abandonar mis malos hábitos para abandonarme entre tus brazos.
No puedo sino darte gracias, alabarte, honrarte, porque ello es para mí vida
eterna. Siento en mí cierta desazón, y no sé lo que es. Si pudiese llegar a ser
una sola cosa contigo, oh Dios..., acabarían todos mis lamentos. Señor, tú que
conoces todas mis necesidades, haz de mí lo que quieras. Yo me abandono
completamente a ti y en ti me refugio sin temor en todas mis penas. (Ruysbroeck,
Obras, v 1, p. 237).
* Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en «Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año», 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.
_______________
El que desee descargar y guardar el texto precedente en PDF, ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ
blogpanisangelorum@gmail.com
Comentarios
Publicar un comentario