“Jesucristo vuestra vida” (Col 3, 4)
Aunque Dios diversifica sus
dones hasta el infinito, hay, con todo, algunas inclinaciones que se encuentran
por igual en muchas almas a las que quiere Él santificar por un mismo camino.
De ahí nacen las sociedades religiosas en que se juntan corazones dotados por
Dios de iguales propensiones. En cuanto a vosotros que queréis santificaros por
la Eucaristía, debéis vivir de la vida interior y del todo oculta que lleva
Jesús en el santísimo Sacramento. La Eucaristía es fruto del amor de Jesucristo
y el amor reside en el corazón. Para hacernos sentir esta verdad no se nos
muestra Jesucristo; no percibimos su cuerpo ni gustamos su sangre, ni hay nada
de sensible en la Eucaristía. Así quiere Jesús que vayamos hasta su amor, al fondo
de su corazón.
Jesús practica en el santísimo
Sacramento algunas virtudes de su vida mortal, pero de una manera invisible y
del todo interior. Está en continua oración, contemplando incesantemente la
gloria de su Padre y suplicándole por nosotros, para con esto enseñarnos que en
la oración reside el secreto de la vida interior; que hay que cuidar de la raíz
del árbol para recoger buenos frutos; que la vida exterior, tan estimada del
mundo, no es otra cosa que flor estéril, si no va alimentada por la caridad que
produce los frutos. Sed, por tanto, contemplativos de Jesús, si queréis lograr
feliz éxito en vuestras obras. Los apóstoles se quejan de no tener tiempo
bastante para orar y crean diáconos que los alivien en el ministerio exterior.
Durante su vida pública Jesucristo se oculta a los ojos de la muchedumbre, se retira,
se esconde para orar y contemplar; ¿cómo, pues, queremos nosotros llevar una
vida puramente exterior? ¿Por ventura tenemos un fondo de gracias más rico, de
fuerzas más sólidas para el bien que los apóstoles? ¿No es para nosotros el
ejemplo de nuestro Señor? Toda piedad que no se nutre de oración, que no se
recoge en su centro, que es Jesucristo, para reparar sus pérdidas y renovar la
vida, flaquea y acaba por morir.
En vano andan los predicadores
solícitos por predicar; su palabra será estéril en tanto no se alimente con la
oración. He de decirlo: a la ausencia de esta vida de oración se debe este
proverbio, repetido por los que van a un sermón: Vamos a recoger flores. No son
flores lo que debéis llevar de nuestras predicaciones, sino frutos de virtud y
de buenos deseos. Mas los frutos no se maduran sino en la oración, ni se
recogen fuera de ella. Por eso, orad mucho por los ministros de la palabra de
Dios, pero no pidáis para ellos más que una cosa: que sean varones de oración.
Un alma que ora salva al mundo, unida como está a Jesucristo orando en el fondo
del tabernáculo.
Todas las virtudes proceden de
Dios, y de la Eucaristía sobre todo se complace Jesucristo en hacerlas bajar
sobre nuestras almas como torrentes de gracia mediante los ejemplos que en ella
nos da. Pero estos ejemplos debemos nosotros verlos, ser atentos a ellos, estudiarlos,
asimilárnoslos. ¿Dónde podremos aficionamos más a la humildad que a los pies de
la sagrada Hostia? ¿Dónde encontrar más hermosos ejemplos de silencio, de
paciencia y de mansedumbre?
Exteriormente, Jesucristo no
practica en el santísimo Sacramento aquellas grandes virtudes de su vida
mortal; su sabiduría no proclama ya sus divinas sentencias; de su poderío y de
su gloria ya nada aparece; su vida eucarística consiste en ser Jesús pobre, pequeñuelo,
sencillo. Pobreza, mansedumbre, paciencia, he ahí lo que muestra; ¡y qué
atención más delicada por su parte! Las grandes ocasiones de practicar virtudes
heroicas son raras en la vida y nos falta valor para sacar provecho de las
mismas. ¿Habremos, pues, de desesperar y abandonaremos la vida de piedad so
pretexto de que nada podemos hacer por Dios? En la vida eucarística, en que nos
enseña que la santidad se ejercita sobre todo en las pequeñas ocasiones, ha
puesto Jesús el remedio contra esta tentación. Su anonadamiento, así como la
ausencia de la vida exterior, nos enseñan que lo que hay de más perfecto es la
vida interior, compuesta por entero de actos de corazón, de ímpetus de amor y
de unión a sus intenciones.
¡Oh! Dios ama con predilección a
los humildes, a los pequeñuelos que viven a sus pies bajo la celestial influencia
de su corazón. Por lo demás, la vida de oración no excluye el celo por la salvación
de las almas. El alma interior sabe trabajar sin dejar de estar recogida y sin
que el recogimiento sea obstáculo para obrar exteriormente, así como Jesús se
hace sentir sin que nuestros ojos le vean. El pecador que ora siente la dulzura
de su Corazón: se establece entre Jesús y el alma una corriente que nadie ve,
un diálogo que nadie oye; nadie distingue este obrar de Jesús en el fondo del corazón,
pero ¡cuán real es, sin embargo! ¡Oh! Hagamos que nuestro amor y nuestro celo
sean semejantes a los de Jesús, es decir, que sean del todo ocultos e
interiores.
No deis por perdidos los
momentos que pasáis al pie del altar, que, estando el grano sepultado en el
surco, se declara su fecundidad; el trato eucarístico, he ahí la semilla de las
virtudes. No faltan en nuestros días almas consagradas a toda suerte de obras
de celo; se las ensalza mucho, a veces demasiado; pedid para que el fondo del corazón
guarde proporción con el celo exterior; pedid que esas almas se nutran con la
oración.
¡Ea!, que vuestras virtudes se
vuelvan atrayentes y amables para el prójimo; revestíos para eso de la
mansedumbre de Jesucristo, pues nada hay tan amable como la sencillez y el
carecer de toda pretensión; todos bendicen la virtud que se oculta y no mete
ruido; la paciencia que mana del corazón sin asomo de violencia, la caridad muy
sencilla y como del todo natural; he ahí los frutos de la vida oculta,
alimentada con la recepción de Jesucristo y con la contemplación de los
ejemplos de la vida eucarística.
San Pedro Julián Eymard, en “Obras Eucarísticas”, 4ª edición – Ediciones Eucarísticas, Padres Sacramentinos, 1963.
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