Primacía del amor

Pasemos ahora a un segundo principio, también absolutamente fundamental: la primacía del amor sobre todo lo demás. Dice Santa Teresa de Ávila: «En la oración, lo que cuenta no es pensar mucho, sino amar mucho».

Esto también es muy liberador. A veces no podemos pensar, no podemos meditar, no podemos sentir, pero, por el contrario, siempre podemos amar. Quien se encuentra agotado, oprimido por las distracciones, incapaz de rezar, puede siempre, en lugar de inquietarse y desalentarse, ofrecer en tranquila confianza su pobreza al Señor; de esta manera, amando, hará una magnífica oración. El amor es rey, y siempre en toda circunstancia, logra salir adelante. «El amor de todo saca provecho, tanto del bien como del mal», amaba decir la pequeña Teresa, citando a san Juan de la Cruz. El amor saca provecho tanto de los sentimientos como de su falta, de los pensamientos como de la aridez, de la virtud como del pecado, etcétera.

Este principio está íntimamente unido al precedente: la primacía de la acción divina en relación con la nuestra. Nuestra tarea principal en la oración es amar, pero en la relación con Dios, amar es dejarse amar. Y esto no es tan fácil como parece. Debemos creer en el amor, a pesar de que tenemos una gran facilidad para dudar de él, y hay que aceptar también nuestra pobreza.

Nos es más fácil, a menudo, amar que dejarnos amar. Cuando somos nosotros los que hacemos algo, los que damos, eso nos gratifica: nos creemos útiles. Dejarse amar supone aceptar el no hacer nada, el no ser nada. Nuestro primer trabajo en la operación es éste: no pensar, ni ofrecer, ni hacer nada para Dios, sino dejarnos amar por Él como pequeños. Dejar a Dios la alegría de amarnos. Esto es difícil, porque supone creer absolutamente en el amor de Dios por nosotros. Y esto implica también consentir a nuestra pobreza. Y tocamos aquí una verdad absolutamente fundamental: no existe un verdadero amor por Dios que no esté establecido en el reconocimiento de la absoluta prioridad del amor de Dios por nosotros, que no comprenda que, antes de hacer ninguna otra cosa, debemos recibir: «En esto está el amor, nos dice san Juan, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero» (1 Jn 4, 10).

Desde el punto de vista de Dios, el primer acto de amor, el que debe estar en la base de todo acto de amor, es éste: creer que somos amados, dejarnos amar. En nuestra pobreza, como somos, independientemente de nuestros méritos y nuestras virtudes. Si esto permanece como fundamento de nuestra relación con Dios, esta relación será justa. Si no, se verá siempre falseada por un cierto fariseísmo, en el cual el centro, el primer lugar, no estará a fin de cuentas ocupado por Dios sino por nosotros mismos, por nuestra actividad, nuestra virtud, etcétera.

Este punto de vista es al mismo tiempo muy exigente (demanda un gran descentramiento, un gran olvido de nosotros mismos) pero también muy liberador. Dios no espera de nosotros actos, obras, la producción de un cierto bien. Somos servidores inútiles. «Dios no necesita nuestras obras, pero tiene sed de nuestro amor», dice Teresa del Niño Jesús. Nos pide en primer lugar que nos dejemos amar, que creamos en su amor, y esto es siempre posible. La oración es fundamentalmente esto: pararnos en la presencia de Dios para dejar que nos ame. La respuesta de amor es rápida, ya sea durante o fuera de la oración. Si nos dejamos amar, es Dios mismo quien producirá el bien en nosotros y nos permitirá realizar «las buenas obras que Dios dispuso de antemano para que nos ocupáramos en ellas» (Ef 2, 10).

Se deduce también de esta primacía del amor que nuestra actividad en la oración debe estar guiada por este principio: lo que debemos hacer es aquello que favorezca y fortifique el amor. Es bueno todo lo que lleva al amor. Pero a un amor verdadero, no a un amor superficialmente sentimental (aunque los sentimientos ardientes tienen su valor como expresión del amor, si Dios nos hace sacar beneficio de ellos...).

Los pensamientos, las consideraciones, los actos interiores que nutren o expresan nuestro amor por Dios, que nos hacen crecer en el reconocimiento y la confianza en Él; que despiertan o estimulan el deseo de darnos enteramente a Él, de pertenecerle, de servirle fielmente como único Señor, etc., deben constituir habitualmente la parte principal de nuestra propia actividad en la oración. Todo lo que fortalezca nuestro amor a Dios es un buen tema de oración.

Tender a la simplicidad

Una consecuencia de esto es la siguiente: debemos estar atentos en la oración a no dispersarnos, no multiplicar los pensamientos y las consideraciones en las que existiría en definitiva más la búsqueda de un alto vuelo que de una efectiva conversión del corazón. ¿De qué me sirve tener pensamientos elevados y variados sobre los misterios de la fe, cambiar constantemente de temas de meditación recorriendo todas las verdades de la teología y todos los pasajes de las Escrituras, si no emerjo de esto con la resolución de entregarme a Dios y renunciar a mí mismo por amor a Él? «Amar, dice santa Teresa del Niño Jesús, es darlo todo y darse uno mismo». Si mi oración cotidiana consistiera en un solo pensamiento: incitar a mi corazón a entregarse por entero al Señor, fortalecerme sin cesar en la resolución de servirle y entregarme a Él, esta oración sería más pobre, pero, indudablemente, mucho mejor.

Para continuar con el tema de la primacía del amor, recordemos un hecho en la vida de santa Teresa de Lisieux. Poco antes de su muerte, estando santa Teresa muy enferma y en cama, su hermana (la madre Agnès) entró en su habitación y le preguntó: –«¿En qué piensas?». –«No pienso en nada; no puedo hacerlo, sufro demasiado, por eso rezo». –«Y ¿qué le dices a Jesús?» Teresa responde: «No le digo nada, lo amo».

He aquí la oración más pobre pero más profunda: un simple acto de amor, más allá de todas las palabras, de todos los pensamientos. Debemos tender a esa simplicidad. A fin de cuentas, nuestra oración no debería ser más que eso: no palabras, ni pensamientos, ni una sucesión de actos particulares y distintos, sino un solo acto único y simple de amor. Pero nosotros a quienes el pecado ha vuelto tan complicados, tan dispersos, necesitamos mucho tiempo y un profundo trabajo de la gracia para llegar a esta simplicidad. Conservemos al menos este pensamiento: el valor de la oración no se mide por la multiplicidad y abundancia de las cosas que hagamos; por el contrario, nuestra oración valdrá más en tanto más se asemeje a este simple acto de amor. Y, normalmente, cuanto más progresamos en la vida espiritual, más se simplifica nuestra oración...

* Del P. Jacques Philippe, en «El tiempo para Dios – Guía para la vida de oración». Ed. San Pablo, Buenos Aires – 2014.

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