El abandono no es, en buena cuenta, sino una consecuencia lógica del espíritu de fe y la cima natural a la cual conduce el amor de confianza, cuando éste es ardiente y fuerte como la muerte.
Desde luego, no hay nada de común entre un
«estúpido quietismo», un cruzarse indolentemente de brazos, un dejar que Dios
lo haga todo sin mi cooperación y mi sacrificio, y el verdadero abandono,
expresión suprema del verdadero amor.
En esto, como en todo, Jesús puede decirnos:
«Os he dado el ejemplo» (Jn 13,15). Ved, si no, cómo se abandona en el Comulgatorio.
No hablemos de su abandono el día de la Encarnación en el Corazón de su Madre
Inmaculada, ni de su abandono en Nazaret, a la merced de María y de José, no.
Hago mención especial de su abandono en el
corazón desmantelado, olvidadizo, frívolo, con frecuencia desleal, a las veces
horriblemente ingrato del que comulga. Supongamos que esté en gracia de Dios en
ese momento. Pero ¿lo estuvo ayer? ¿Lo estará mañana?
Con cuánta razón, al oír las protestas de
fidelidad, podría Él interrumpirnos y decir: «Basta, no me repitas que me amas,
ni me prometas que me amarás...; cien mil veces te he oído las mismas palabras
y otras tantas me has atravesado después el Corazón».
¿Habla así Jesús? ¡No! Arrepentidos, aunque
pobres y débiles, nos acercamos, le recibimos, le aseguramos que somos y
seremos suyos... Y Él acepta con amor esa palabra. Él no dice: «Ya no te creo». Y menos cierra el Sagrario a quien ayer le hirió cruelmente.
Os tiende los brazos, cierra los ojos y se
abalanza a vosotros y se da y se regala por entero, sin reticencias, se entrega
en cuerpo, alma, sangre y divinidad... Jesús es todo vuestro, como si fuerais santos,
como si siempre lo hubierais sido, como si estuviera Él segurísimo de vuestra
eterna fidelidad. ¡Se abandona en vuestros brazos por amor!
Nos da un ejemplo sublime, enloquecedor...;
hagamos otro tanto.
Y qué razonable es
el abandonarnos nosotros, vasos de barro, en el arca de
oro de su Corazón... ¡y qué divina locura que Él, el cielo de los cielos, se
abandone en el vaso de barro, en el cáliz de arcilla, cien
veces trizado y manchado de nuestro pobrecito corazón!...
¡Te
doy el ejemplo: cópialo, sígueme!
Prueba
la más elocuente que el amor en Jesús, como en nosotros, está en abandonarnos
recíprocamente.
Así se abandona el hijo en su madre, la esposa en el esposo.
¡Qué madre ni qué esposo
comparable a Jesús! Si creo pues, y con fe grande en su Sabiduría, en su
Justicia y, sobre todo, en su Amor misericordioso, debo lógicamente abandonarme
a su Corazón y a sus designios.
Nadie
sabe lo que Él, nadie ve lo que Él ve, nadie comprende como Jesús mis intereses
temporales y eternos, nadie se preocupa de mí como Él, nadie como Él es capaz, guiado
por un amor infinito, de combinarlo todo para su gloria y mi bien... ¿No es,
pues, entonces sabiduría suprema decirle: «Haz, Señor, lo que te plazca, dispón
de mí, quema y raja, sana y hiere como tú quieras, bendito seas en la vida y en
la muerte»?
El abandono de un niño en manos de su madre, para jugar como para comer, para sanar como para dormir, es el gesto más instintivo y razonable a la vez. ¿Por qué no lo será en el orden de gracia, tratándose de abandonarme, no a un padre inteligentísimo, no a una madre ideal, sino a Jesús?
¿Puedo
de veras amarle y no abandonarme?...
¿No es ésta, por ventura, la realización más
sencilla y sublime, mediante el amor, de aquel «Hágase tu voluntad..., venga a
nos tu Reino»?
¿Qué sé yo si la salud o la enfermedad, si
el dinero o la pobreza me hacen, hoy por hoy, bien o mal? Pero Él sí que lo sabe...
Pues entonces, que proceda de mano libre y con corazón de Padre... Que
disponga, que resuelva sin consultarme a mí, el nene caprichoso e ignorante.
¿No es esto ser sabio y ser prudente? ¿No es
esto amar a Dios sobre todas las cosas?
¿Mi puesto?... Entre tus brazos, Jesús,
sobre tu Corazón, luchando o descansando, como tú quieras. Lo demás, subir o bajar,
el caramelo o la hiel, me es indiferente. No a mi naturaleza, eso no, ya que
ésta no puede vacilar entre el acíbar y el almíbar; pero con tu luz y con tu
gracia, sí, Jesús, aquí me tienes: vengo a decirte «que quiero hacer en todo tu
voluntad, abandonándome».
Cumpliré, naturalmente, con mi deber –así,
si estoy enfermo, llamaré al médico y tomaré la medicina–. Pero hecho esto, cumplida
mi obligación con fe, para probarte que te amo, te abandonaré con gran paz mi
salud... Si mejoro, ¡gracias! Si empeoro y agravo, si muero, también ¡gracias!
Tu voluntad es siempre buena. ¡Tú eres en todo sabiduría y amor!
Este fue el secreto de la paz inalterable de
los santos. Pasaron, como nosotros y más, por mil vicisitudes penosas –la tentación
y las criaturas los probaron en un crisol de fuego–, y ello no obstante,
disfrutaron de una tranquilidad interior; digo más: conocieron una dicha tan
honda y tan embriagadora, que el destierro les supo a veces a Paraíso
anticipado.
¡Oh,
si supiéramos qué bien se vive en el Corazón de Jesús, enteramente abandonado a
su querer y beneplácito, sin desear nada, sin rehusar nada, aceptándolo
igualmente todo con amor: la espina y la flor!
Propongámonos
en estos días llegar a esa cima, donde reina la calma perfecta, donde todo lo
que no sea Jesús nos sea indiferente. Que en los propósitos mismos de
santificarnos nos encuentre su Corazón perfectamente maleables.
Entonces
sí que nos podría Él repetir lo que le dijo a Santa Margarita María: «Yo soy un
director sapientísimo que sabe llevar las almas sin el menor peligro, cuando
éstas saben abandonarse a Mí y olvidarse de sí mismas» (Vida y obras,
t.II, p.69).
Este
director no falla jamás, ni se va, ni lo cambian, ni se muere; lo encontraréis
siempre al alcance de la mano, y siempre fiel y vigilante. ¡Oh, dadle,
confiadle sin reservas el timón de la barquilla!... ¡Qué santo bogar el vuestro,
entonces..., qué dulce despertar en la otra orilla, llevados, conducidos,
guiados por Jesús!
¡Abandonaos
ciegamente entre sus brazos; abandonaos sobre su Divino Corazón!
Notas
manuscritas de Paray
Del P. Mateo Crawley ss.cc., en «Jesús, Rey de Amor», Biblioteca de Autores Cristianos – Madrid 2019 – pp.142-145.
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