1. Te adoro, Señor y Dios mío,
con el más profundo temor reverencial por tu pasión y crucifixión, en
sacrificio por nuestros pecados. Tú sufriste ciertamente dolores incomunicables
en tu alma sin pecado. Fuiste expuesto en tu cuerpo inocente a tormentos ignominiosos,
mezclados de dolor y vergüenza. Fuiste desnudado y fieramente flagelado,
vibrando tu sagrado cuerpo bajo el azote como los árboles bajo las ráfagas de
la tempestad. Así destrozado, fuiste suspendido de la Cruz, desvestido, un
espectáculo para todos los que te veían temblar y morir. ¡Cuánto implica todo
esto, Dios Poderoso! ¡Qué profundidades vemos aquí que no podemos penetrar! Mi
Dios, sé bien que pudiste habernos salvado con tu Palabra, sin sufrir tú mismo,
pero elegiste adquirirnos al precio de tu sangre. Contemplo en ti la víctima
elevada sobre el Calvario, y sé y declaro solemnemente que esa muerte tuya fue
una expiación por los pecados del mundo entero. Creo y sé que tú sólo pudiste
haber ofrecido una expiación meritoria, porque era tu divina naturaleza que
otorgaba dignidad a tus sufrimientos. Antes que yo pereciera de acuerdo a lo
que merecía, tú fuiste clavado al Árbol y moriste.
2. Semejante sacrificio no podía
ser olvidado. No iba a ser, no podía ser, un mero acontecimiento en la historia
del mundo, que fuera hecho y terminado, muerto excepto en sus oscuros efectos
no reconocidos. Si esa gran muerte fue lo que creemos que fue, lo que sabemos
que es, debe permanecer presente, aunque ya pasó, debe ser un hecho establecido
para todos los tiempos. Nuestra propia reflexión cuidadosa sobre el mismo nos
dice esto, y entonces, cuando se nos cuenta que tú, Señor, aunque has ascendido
a la gloria, has renovado y perpetuado tu sacrificio hasta el fin de todas las
cosas, no sólo es la noticia más conmovedora y gozosa porque da testimonio de
un Señor y Salvador tan compasivo, sino que lleva consigo el pleno asentimiento
y simpatía de nuestra razón. Aunque no hubiéramos podido ni siquiera atrevernos
a anticipar una doctrina tan maravillosa, ahora que se nos comunica, adoramos
su misma conveniencia a tus perfecciones, así como su infinita compasión para con
nosotros. Sí, mi Señor, aunque has dejado el mundo, eres ofrecido en la Misa
diariamente, y, aunque no puedes sufrir dolor y muerte, te haces sujeto de
indignidad y limitación para llevar hasta la plenitud tu misericordia hacia
nosotros. Te humillas diariamente, pues, siendo infinito, no puedes finalizar
tu humillación mientras existan aquellos por quienes te sometiste a ella. Por
eso permaneces sacerdote para siempre.
3. Mi Señor, me ofrezco a mi vez
a ti como sacrificio de acción de gracias. Tú has muerto por mí, y yo a mi vez
me cedo a ti. No soy mío, Tú me has comprado; yo quiero por propia acción
completar la adquisición. Mi deseo es ser separado de todas las cosas de este
mundo, limpiarme simplemente de todo pecado, poner a un lado aun lo que es
inocente, se es usado por sí mismo y no por tu causa. Renuncio a la reputación
y al honor, a la influencia y al poder, pues mi alabanza y fuerza estarán en ti.
Hazme capaz de llevar a cabo lo que profeso.
II. – La
Santa Comunión
1. ¿Quién puede, Dios mío, ser
inhabitado por ti, excepto los puros y santos? Los pecadores pueden venir a ti,
pero a quién vendrías tú excepto a los santificados? Dios mío, te adoro como el
Santísimo, y cuando viniste a la tierra, preparaste una habitación santa para
ti mismo en el castísimo seno de la Virgen Santísima. Hiciste para ti un lugar
habitable especial. Ella no te recibió sin haber sido primero preparada para
ti, pues desde el momento de ser, fue llena de tu gracia, de manera que nunca
conoció el pecado. Y así, creció en gracia y mérito año tras año, hasta que
llegó el tiempo en que tú enviaste al arcángel para comunicar tu presencia en
ella. Tan santo debe ser el lugar que habita el todo Santo. Te adoro y te
glorifico, Señor y Dios mío, por tu gran santidad.
2. Dios mío, la santidad llega a
ser tu casa, y sin embargo haces tu morada en mi pecho. Vienes a mí, Señor mío,
Salvador mío, oculto bajo el semblante de cosas terrenas, aunque en esa misma
carne y sangre que tomaste de María. Tú, que primero inhabitaste el seno de
María, vienes a mí. Tú me ves, Dios mío; yo no puedo verme. Aunque fuera tan
buen juez de mí mismo, tan imparcial, y con una regla de juicio tan correcta, aun
así, por mi misma naturaleza, no puedo verme, y verme verdadera y
completamente. Pero tú, al venir a mí, me contemplas. Cuando digo Domine,
non sum dignus (Señor, no soy digno), tú sólo, a quien me dirijo, entiendes
en su plenitud las palabras que pronuncio. Tú ves cuán indigno, qué gran
pecador, debe recibir al Único Santo Dios, a quien los serafines adoran con
temblor. Tú ves, no solamente las manchas y cicatrices de los pecados pasados,
sino también las mutilaciones, las hondas cavidades, los desórdenes crónicos
que han dejado en mi alma. Tú ves los innumerables pecados existentes, aunque
no sean mortales, en su poder y presencia, su culpa, y sus penas, que me
cubren. Tú ves todos mis malos hábitos, todos mis malos principios, todos mis
pensamientos rebeldes y caprichosos, la multitud de mis enfermedades y
miserias, y aun así vienes. Ves perfectamente qué poco siento realmente lo que
ahora mismo estoy diciendo, pero vienes. Dios mío, no dejes que perezca bajo el
temible esplendor y el fuego consumidor de tu Majestad. Hazme capaz de
llevarte, para que no tenga que decir con Pedro, «¡Apártate de mí, Señor,
porque soy un pecador»!
3. Dios mío, permíteme llevarte,
porque sólo tú puedes. Limpia mi corazón y mi mente de todo lo que pasó. Borra
todos mis recuerdos del mal. Líbrame de toda languidez, debilidad,
irritabilidad y flojedad del alma. Dame una percepción verdadera de las cosas
invisibles, y hazme preferirte, verdaderamente, prácticamente, y en todos los
detalles de la vida, a cualquier cosa de la tierra, y el mundo futuro al
presente. Dame coraje, un instinto verdadero para determinar entre el bien y el
mal, humildad en todas las cosas, y un anhelante y tierno amor a ti.
III. – El
alimento del alma
Stivit in te anima mea (Mi alma tiene sed de ti)
1. En ti Señor, viven todas las
cosas, y tú les das su alimento. Oculi ómnium in te sperant («los ojos
de todos esperan en ti»). A las bestias del campo les das comida y bebida.
Ellas continúan viviendo día tras día porque tú las haces vivir día tras día. Y,
si no lo hicieras, sentirían su miseria inmediatamente. La naturaleza da
testimonio de esta gran verdad, pues al momento les viene una gran agonía, y
gritan, y frenéticamente rondan buscando lo que necesitan. pero, en cuanto a
nosotros, tus hijos, nos alimentas con otra comida. Tú, Dios mío, que nos
hiciste, sabes que no hay nada que pueda satisfacernos sino tú mismo, y por eso
has hecho de ti mismo nuestra comida y bebida. ¡Adorable misterio, la más
estupenda de las misericordias! Tú, el más glorioso, bello, fuerte y dulce,
sabías bien que nada más que tú mismo podría sostener nuestras naturalezas
mortales, nuestros flacos corazones, y entonces tomaste carne y sangre humanas,
que al ser carne y sangre de Dios, pueden ser nuestra vida.
2. ¡Qué pensamiento tremendo! Te
ocupas de otro modo con otros, pero en cuanto a mí, la carne y sangre de Dios
es mi única vida. Perecería sin ello, pero ¿no pereceré con ello y por ello?
¿Cómo puedo alzarme a semejante acto de alimentarme de Dios? Dios mío, estoy en
un apuro: ¿iré adelante o me echaré atrás? Iré adelante: iré a encontrarte.
Abriré mi boca y recibiré tu don. Lo hago con gran temor y temblor, pero ¿qué
otra cosa puedo hacer?, ¿a quién iría sino a ti? ¿Quién puede salvarme sino tú?
¿Quién puede limpiarme sino tú? ¿Quién puede hacerme triunfar sino tú? ¿Quién
puede levantar mi cuerpo de la tumba sino tú? Luego, vengo a ti en todas estas
necesidades, con temor, pero en la fe.
3. Dios mío, tú eres mi vida. si
te dejo, no puedo sino tener sed. Los espíritus perdidos en el infierno están
sedientos porque no tiene a Dios. Sedientos, aunque de buena gana tendrían sed
de otro modo según la necesidad de su naturaleza original. Pero yo, Dios mío,
deseo tener sed de ti con una sed mejor. Deseo ser revestido con esa nueva naturaleza
que tanto suspira por ti desde el amor a ti, así como sobreponerme al temor de
acercarme a ti. Vengo a ti, Señor, no sólo porque no soy feliz sin ti, no sólo
porque siento que te necesito, sino porque tu gracia me mueve a buscarte por ti
mismo, porque eres tan glorioso y magnífico. Vengo con gran temor, pero con un
más grande amor. Que nunca pierda con el paso de los años, cuando el corazón se
silencia, y todas las cosas sean una carga, no dejes que nunca pierda este
juvenil anhelante y elástico amor a Dios. Que tu gracia pueda suplir el fracaso
de la naturaleza. Haz más por mí, cuanto menos pueda yo yacer por mí mismo.
Cuanto más rehúse abrir mi corazón a ti, tanto más plenas y fuertes sean tus
visitas sobrenaturales, y tanto más urgente y eficaz tu presencia en mí.
El que desee descargar y guardar el texto precedente en PDF, ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ
blogpanisangelorum@gmail.com
Comentarios
Publicar un comentario