Ayer tuve tantos buenos ejemplos
de la oración de los fieles que vienen a rezar a la iglesia de nuestro
monasterio, que me interpelan si soy o no un hombre de oración ya que es esto
lo que la gente espera de nosotros, y lo que se encierra detrás de todo «padre,
rece por mí».
Dios me hace ver muchas cosas
por medio de estas almas. Primero que es cierto que el Apostolado ayuda
a la contemplación, cuando se hace lo que se debe hacer. Segundo, que
nosotros somos apóstoles siendo monjes. Tercero, que es importante
sufrir por las almas, pero también,
de vez en cuando, con las almas. Si
es por enumerar, podría enumerar muchas cosas más, pero vaya el escrito como
sale del corazón.
A la hora de sexta, entra en la
Iglesia una señora joven que hace unos meses enviudó. Venía acompañada con la
mamá, a quien deben operar en unos días. La mujer más joven se quedó de
rodillas en la puerta de la Iglesia, como el publicano del Evangelio, que no se
animaba a levantar la mirada. La mamá, se adelantó un poco y se puso de rodillas
unos bancos más adelante. Mientras tanto los monjes cantábamos estos salmos de
hora Sexta: «Tú eres mi refugio y
mi escudo, yo espero en tu palabra», «Sostenme con tu promesa y viviré, que no
quede frustrada mi esperanza; dame apoyo y quedaré a salvo...» (Sal 118). «Pastor
de Israel, escucha… despierta tu poder y ven a salvarnos. Dios de los ejércitos
restáuranos, que brille tu rosto y nos salve» (Sal 79). Terminamos de rezar
y salí a darle unos papeles que venía a buscar. Entonces me dijo: «¡Qué hermoso!
¡Qué paz!». Había escuchado esos salmos, y ciertamente que la palabra de
Dios, más dulce que la miel, había aliviado su alma que todavía lucha por la
paz ante la pérdida de su joven esposo. Experimentó esa paz, que sólo Cristo
puede dar, porque Él sólo puede poner en orden todas las cosas y dar respuesta
a todos nuestros interrogantes...
En la Adoración de la tarde,
estaba yo sentado en la línea de los últimos bancos de la iglesia. Cuando
terminamos de cantar las vísperas y comenzamos la oración se acercó a mí una
niña, que parada ella y sentado yo, me miraba a la cara con ojos grandes y muy
vivaces. Había estado mirando y escuchando, junto a los papás, y me dijo con
voz clara y fuerte, sin importar que todos la escucharan: «Yo estoy enferma...
se me pegan los ojitos y me tienen que poner gotas –tomó un poco de aire, y
continuó–, no me tiene que entrar basurita ni tierra», y se quedó
mirándome…Yo no sabía qué decirle, me reía por lo fuerte y expresivo de su
hablar y le dije que le pidiera a la mamá que le lavara los ojos con té... y
que fuera a rezarle al niño Jesús que está en la Iglesia. Pero no venía ella en
búsqueda de recetas de médicos sino venía a pedirme que rezara por ella. Me
convencí de ello cuando después me preguntaba a mí mismo, ¿por qué vino a mí?...
Porque me vio que estaba rezando… y quería que rezara por ella. Ya el té y las
gotitas se las ponía la mamá sin mis indicaciones. Por eso puso ante mí sus
miserias, como las turbas que narra el Evangelio que se amontonaban frente a la
puerta de la casa donde estaba Jesús, abriendo techos, llevando enfermos,
camillas, vendajes, brebajes... Así rezaron aquellos hombres, poniendo sus
miserias en la presencia de Jesús. Así reza esta gente y así debemos rezar
nosotros. La oración ha de ser una batalla entre nuestras miserias y la
Misericordia. Aquellos hombres de Judea volvieron llevando como botines del
triunfo de esa guerra, camillas, muletas, bastones, vendajes, almas limpias,
pecados perdonados… Dios quiera que estos también se vayan de la presencia de Jesús
Sacramentado y de Jesús presente en nosotros por la gracia del Sacerdocio,
sanados en el cuerpo y sobre todo con la Salud en el alma.
Luego entró un grupo de gente.
Entre ellos una madre de edad avanzada, con la mirada muy triste. Ésta, creo
que me estrujó el corazón. Se adelantó silenciosamente, se arrodilló, casi al
lado mío frente al Santísimo, con las manos cruzadas… Yo la observaba, no temo
«distraerme con ellos» ¡es que me enseñan tanto estas almas! Ella movía un
poquito los labios, creo que la tristeza que percibí en su rostro le oprimía no
sólo el corazón sino subía hasta sus labios que no podía mover para articular
palabra. Pero rezaba con sus ojos ¡sí, con sus ojos! y ¡cómo rezaban!… ¡cómo
miraba el Santísimo! Me imagino un intercambio de miradas entre la suya y la
mirada de Jesús lleno de compasión, por su hijo enfermo, por mí y por todos. Él
es sumo Sacerdote que puede curarnos de una vez para siempre… La mujer, como
pudo, se incorporó, y se acercó a mí, y así como los hombres rompieron el techo,
y la niña de hacía un rato, no temió romper el silencio de la Adoración, esta
madre, con voz resquebrajada y tímida, con la inocencia de un niño, me dijo: «Padre,
¿tiene una estampita?». Yo, recordando que en la entrada no quedaba ninguna
pensé en decirle que no, pero me acordé que tenía una en el breviario, la saqué
y se la di. Y ahí el pedido: abrió su corazón dolorido para manifestar el
motivo de su preocupación, su miseria, su dolor, su miseria, «Rece por mi
hijo, está muy mal y mañana lo operan»... parecía el eco de aquellas
mujeres del Evangelio que rezaban a Jesús: «mi hijo está enfermo», «lo
atormenta un demonio»... le aseguré que ya estábamos rezando por él, porque
sabía del caso ya que la hija había venido unas semanas atrás y lo había puesto
en el cuaderno de pedido de oraciones de los monjes. Esbozó una sonrisa, sus
ojos muy apagados me miraron como si hubiesen recibido una pincelada de
esperanza y de alegría... y la abuela tomó coraje y ahora se atrevió a pedir
algo para sí: «y a mí ¿me da la bendición?»... me paré y la
bendije. Pobrecita, quería para ella, la bendición, la fuerza que sólo Dios
puede dar para afrontar las cruces de cada día, para seguir llevando la cruz
que Cristo le daba. Por eso después de bendecirla, con la señal de la Cruz, ya
no había más nada que hacer ni pedir, entonces se fue, caminaba con dificultad,
hizo genuflexión, la señal de la cruz, miró el santísimo en la custodia... y se
fue... yo volví a mi lugar de oración tan conmovido en mi interior, tan
enriquecido por la señora, mejor que después de haber leído un tratado de
oración.
Como si no tuviera materia
suficiente de meditación con todo lo vivido, tomé el libro de meditación y
providencialmente leo en los escritos del Beato Manuel González algo así de que
Jesús repite en nuestras vidas aquel gesto de Emaús de pasar de largo, no con
la intención de despreciarnos, sino con una actitud de madre que busca
arrancarnos manifestaciones más profundas de cariño y afecto, para lo cual dice
que no nos quiere, o que se va, o que nos abandona, o como le dijo Jesús a la
Virgen María en Caná, que no había llegado su hora… pero no con la idea de
despreciarnos, ni dejarnos huérfanos, sino de aumentar nuestra esperanza, para
que le pidamos más intensamente y darse más abundantemente. Él espera, que con
amor sincero le digamos «quédate con nosotros porque el día ya declina»,
o como el niño que ante la amenaza fingida de la madre de dejarlo, se arroja en
sus brazos y se la come a besos, y le dice una y mil veces «te quiero…», «no
me dejes», «perdóname», «no lo haré más»..., o como María «hagan lo que
Él les diga», y ahí Él se derrama en bendiciones, como con los de Emaús,
que no sólo se quedó con ellos, sino en ellos, o como la madre que llena de besos y cariños al niño. Así son las gracias
de Jesús, besos, cariños, consuelos para el alma y para el cuerpo, en el cuerpo
y en el alma.
Después de un día así de
intenso, he comprendido de manera especial, un aspecto más de la oración, y es
que desde que Él se hizo hombre, podemos rezar con la lengua, con la inteligencia,
con el corazón, con las rodillas, con las manos, con las miradas, con las
lágrimas, con los pies, y me pregunto ¡cuánto hay detrás de cada vela
encendida, de cada ramo de flores, de cada rodilla doblada, de cada mano
entrecruzada, de tantos «¡padre, rece por mí!»... Algunos dicen: «devociones
populares...», y yo le digo: «populares sí», pero a ellos les
aseguro que no son paganas, sino llenas de fe, de esperanza, de amor, y por
tanto muy teologales, que nos unen muy íntimamente con Dios. Teología no
expresada en papel y tinta, sino escrita con la vida, hecha vida. Devoción
popular, sí, pero sencilla, humilde, confiada, como el alma de la cual brotan.
Mientras escribo esto se me
corren las lágrimas, a mí, con el corazón de piedra, y pienso lo que será el
Corazón de Jesús en el Sagrario… ¡tan de carne!, ¡tan manso y compasivo!… pero
como Él ya no puede llorar, entonces me hace llorar a mí. Y quiero explicármelo
repitiéndome que como le he entregado todo, cuerpo y el alma, y Él me ha hecho
partícipe de su sacerdocio, ahora Él llora con mis ojos, oye con mis oídos, se
conmueve con mi corazón, bendice y perdona con mis manos y mis labios, recibe
las oraciones de los fieles, y los fieles se saben escuchados, vistos, oídos,
consolados por Él, pero por mi Sacerdocio. Su Sacerdocio está muy encarnado en
mí. En mis ojos, en mis manos, en mi corazón, en mis lágrimas, ¡Increíble! ¡Oh
Dios, que locura de amor!
* De un monje del Instituto del Verbo Encarnado.
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