¿Con qué derecho, podríais decirme,
con qué derecho vienes a predicarnos, a exhortarnos a la virtud, a la piedad, a
exponernos las verdades de la fe, a hablarnos de lo que amamos, de Jesús y de María,
tú, que los has ultrajado mil veces en nuestra presencia, tú, a quien hemos
visto en compañía de pecadores públicos, arrastrándote en el barro de una
inmoralidad sin pudor, tú, a quien hemos visto arrebatado por el viento de
cualquier doctrina, haciendo profesión abierta de todos los errores; tú, en
fin, cuya deplorable conducta nos ha contristado tan a menudo? In peccatis
natus es totus et doces nos! [Jn 9,34].
Sí, hermanos míos, confieso que
he pecado contra el cielo y contra vosotros, reconozco que he merecido vuestra
animadversión y que no tengo derecho alguno a vuestra benevolencia.
Por eso, hermanos míos, estoy
dispuesto a daros pública y solemne reparación; a arrodillarme, con la cuerda
al cuello, cirio en mano, a las puertas de esta iglesia, invocando la
misericordia y las oraciones de las gentes que pasen...
Por eso, hermanos míos, he
venido cubierto con un hábito de penitencia, alistado en una Orden severa,
tonsurada la cabeza y descalzos los pies...
Cuando entré en una iglesia, yo
no era sino un miserable judío. Esto era en el mes de María... Cantaban santos
cánticos... María, la Madre de Jesús, me reveló la Eucaristía, yo conocí
la Eucaristía, conocí a Jesús, conocí a mi Dios, y pronto fui cristiano...
Pedí el santo bautismo, y el
agua santa se derramó sobre mí, y al instante todos mis pecados, los horribles
pecados de veinticinco años de crímenes, todos mis pecados quedaban borrados.
¡Dios me había perdonado!, y mi alma inmediatamente quedaba pura e inocente...
Dios, hermanos míos, Dios me ha
perdonado. María me ha perdonado... Hermanos míos, ¿no me perdonaréis vosotros
también?....
He recorrido el mundo, he visto
el mundo, he amado al mundo... y he aprendido una cosa en el mundo, y es que
nadie goza en él de felicidad.
¡La felicidad! Yo la he buscado,
y, para hallarla, he recorrido las ciudades, he atravesado los reinos, he
surcado los mares. ¡La felicidad! La he buscado en las poéticas noches de un
clima encantador, sobre las olas límpidas de los lagos de Suiza, en las cimas
pintorescas de las más altas montañas, en los espectáculos más grandiosos de la
Naturaleza. La he buscado en la vida elegante de los salones, en los festines
suntuosos, en el aturdimiento de los saraos y de las fiestas. La he buscado en
la posesión del oro, en las emociones del juego, en las ficciones de una
literatura romántica, en los azares de una vida aventurera, en la satisfacción
de una ambición desmedida.
La he buscado en las glorias del
artista, en la intimidad de los hombres célebres, en todos los placeres de los
sentidos y del espíritu. La he buscado, en fin, en la fe de un amigo, sueño de
cada día y de todos los corazones... ¡Ah, Dios mío! ¿dónde no la he buscado?
Y vosotros, hermanos míos, ¿la
habéis hallado? ¿Sois felices? ¿No os falta nada? Pero me parece oír aquí, como
en todas partes, un lúgubre concierto de gemidos y de quejas, que se eleva por
los aires. Me parece que vuestros corazones hacen resonar también este grito
unánime de la humanidad doliente: felicidad, felicidad, ¿dónde estás? ¡Dime
dónde te ocultas, e iré, al precio de mi fortuna, de mi salud, de mis días si
es preciso, iré a buscarte, a asirte, a poseerte!
¿Cómo puede explicarse semejante
misterio, puesto que el hombre ha nacido para la felicidad? Es porque la
mayoría de los hombres se equivocan acerca de la naturaleza misma de la
felicidad, y porque la buscan donde no está.
¡Cierto! ¡Escuchadme! Esta
felicidad yo la he hallado, la poseo y gozo de ella tan plenamente, que puedo
exclamar con el sublime apóstol: Superabundo gaudio! El corazón se me
desborda de felicidad. No puedo contener en mi pecho este volcán de gozo, y me
he sentido con prisas de dejar mi soledad para venir a encontraros y a deciros
también: Superabundo gaudio. Sí, soy tan feliz que vengo a ofreceros,
que vengo a rogaros, a suplicaros que compartáis conmigo este exceso de
felicidad».
Sólo Dios puede satisfacer esta
necesidad del corazón del hombre. Pero, ¿cómo alcanzar a Dios y poseerlo? Dios
aparece en sus obras y sobre todo en la obra admirable de la Encarnación y de
la Redención. Dios, en la persona de su Hijo, Jesucristo, ha descendido de los
cielos, ha venido hasta nosotros, se ha hecho el compañero de nuestro viaje, el
pan de nuestra alma. Dar a conocer el nombre de Jesús ha obrado una verdadera
revolución en el mundo. “Pero yo no creo en Jesucristo”, replicará el
incrédulo. “¡Eh!, le responderé yo: yo tampoco creía, y precisamente por eso
era desgraciado”. Jesucristo se nos da, y para hallarlo es preciso velar y
rogar. Jesús está en la Eucaristía, y la Eucaristía es la felicidad, es la
vida.
En una noche de tormenta me
había internado en una cadena de montañas escarpadas, rodeadas por todas partes
de horribles precipicios.
Trepaba a duras penas por un
sendero trazado por el paso de los malhechores, y hecho casi impracticable a
causa de los peñascos, que los torrentes engendrados por las lluvias furiosas
habían arrancado de la montaña y arrastrado con fuerza hacia el abismo.
De pronto, una estela de luz,
que partía de la nube, fue a dar en el flanco de una montaña vecina, y en una
hondura del granito me descubrió una puertecita dorada...
Al verla se me reconforta el
ánimo, con la esperanza de hallar habitación o socorro... y me arrastro
jadeante, a través de los abrojos y las aguas del camino, y llego con los vestidos
desgarrados, desfallecido, ante la puertecita a la que me pongo a llamar
pidiendo socorro... Apenas he llamado cuando la puerta se abre, y un hermoso joven,
de resplandeciente majestad, con la gracia en los labios, aparece en el umbral,
me toma de la mano y me introduce en la misteriosa morada.
En el mismo instante el ruido de
la tempestad cesó de resonar en mis oídos, la calma me volvió al alma, y me
sentí conducido suavemente por una mano invisible, que me despojó de los
vestidos manchados de barro, para sumergirme en delicioso baño, en el que
recobré la fuerza y la salud.
Este baño no sólo borró hasta
las mínimas manchas recogidas en el camino, sino que además cicatrizó todas mis
heridas, me infiltró en las venas una vida nueva, devolvió a mi alma su antigua
juventud, y exhalaba tan exquisita fragancia que quise conocer su naturaleza.
¡Cuál no sería mi asombro cuando
advertí a mi lado al hermoso joven que me había abierto la puerta! Tenía ambas
manos extendidas por encima de la piscina, y de cada una de ellas, por ancha herida,
salía en abundancia la sangre a borbotones... y yo miraba la piscina, y a mí
mismo me miraba... ¡y vi que me hallaba inundado por la sangre del hermoso
joven! Y esta sangre me comunicaba vigor tan grande que me sentía con fuerzas
capaces para afrontar mil tempestades más furiosas aún que la que acababa de
soportar. Pero mi asombro llegó al colmo al reparar que aquel raudal de sangre,
lejos de teñirme de rojo, me daba una blancura más brillante e inmaculada que
la de la nieve, y empezaban a brotarme en el corazón el agradecimiento y el
amor...
Yo tenía hambre, tenía sed... La
fatiga y las luchas del viaje me habían agotado. Él me hizo sentar a un
banquete en que una luz esplendorosa iluminaba la sala del festín, donde, sin
embargo, no había lámparas... El joven mismo era la luz y de su semblante irradiaban
rayos deslumbradores...
Yo tenía hambre, tenía sed... Él
me presentó un pan y me dijo: “come”. Me ofreció una copa diciéndome: “bebe”.
Bendijo el pan, luego acercó la copa a una herida que tenía en el pecho, e
inmediatamente se llenó de un vino maravilloso. Y así que hube comido y en
cuanto hube bebido, comprendí que semejante alimento no era ordinario, sino más
bien un alimento que me transformaba y me llenaba de inefable alegría y de
indecibles delicias...
Y yo miraba al hermoso joven, y
le vi dentro de mí mismo, sentado sobre un trono, adorado por los ángeles.
Coros de serafines balanceaban incensarios de oro ante su presencia, y falanges
de querubines quemaban ante su trono un precioso incienso que ascendía hacia
él.
Y entonces el joven me habló, y
su palabra era una armonía celestial, música divina que me encantaba y me hacía
derramar lágrimas de amor y me embriagaba con desconocida sensación.
Y luego me atrajo hacia sí, me
abrazó, me estrechó sobre su corazón, me cubrió de caricias y me meció
dulcemente al son de una melodía que de sus labios venía. Y yo apoyé la cabeza
en su pecho, y mi felicidad fue tan grande, que mi inteligencia cesó de pensar,
y me dormí sobre el corazón de este amigo tan benéfico, y así dormí mucho
tiempo y durante mi sueño me hizo soñar en el cielo... ¡Oh sueño de amor,
imposible de contar!
Me tocó los párpados con los
dedos, y me desperté en seguida lleno de inextinguible amor, y postrándome a
sus pies le agradecí la hospitalidad que me había concedido. Y Él me dijo:
“Quédate, si quieres. Cada día te bañaré en mi sangre, cada día te calentaré en
mi hogar, te iluminaré con mi luz y de nuevo te haré sentar a mi mesa... Pero
si me dejas, ¡cuidado!, la tempestad se reanudará pronto.
Que otros, exclamé yo entonces,
arrostren las tempestades, que se arrastren en el barro del camino. En cuanto a
mí, puesto que permites que me quede contigo, quiero vivir aquí, aquí quiero
morir. Sí, cada día beberé en el torrente de gozo que se derrama de tu costado abierto.
Pero dime tu nombre para que lo bendiga con los ángeles.
Y él me respondió: Me llamo... Amor. Me llamo... Eucaristía.
¡Me llamo Jesús!
¡Amemos a Jesús! No hay más que
una felicidad: la de amar a Jesucristo y la de ser amado por él.
En la Iglesia de San Sulpicio, el 24 de abril de 1854.
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