El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.
La oración no es otra cosa que
la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios
experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente
como rodeado de una luz admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son
como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es
algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que
supera nuestra comprensión.
Nosotros nos habíamos hecho
indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él.
Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
Hijos míos, vuestro corazón es
pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración
es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje
hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama
sobre el alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las
penas como la nieve ante el sol.
Otro beneficio de la oración es
que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se
percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en
que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas
caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo se
me hacía corto.
Hay personas que se sumergen
totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque están totalmente
entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas
generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y
hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros, por el contrario,
¡cuántas veces venimos a la iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y,
sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para
qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios:
«Sólo dos palabras, para deshacerme de ti...». Muchas veces pienso que, cuando
venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo
pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.
De San Juan María Vianney, en el Oficio de Lectura del día de su memoria, 4 de agosto.
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