Al asimilar el alimento
corporal, lo transformamos en nuestra propia sustancia, en tanto que Cristo se nos
da a modo de manjar para transformarnos en Él. Son muy notables estas palabras
de San León: «La participación del cuerpo y sangre de Cristo, no hace otra cosa
sino trocarnos en aquello mismo que tomamos». Más categórico aun es San Agustín,
quien pone en boca de Cristo estas palabras: «Yo soy el pan de los fuertes; ten
fe y cómeme. Pero no me transformarás en ti, sino que tú serás transformado en
mí». Y Santo Tomás concreta esta doctrina en pocas líneas, con su habitual
claridad: «El principio según el cual podemos llegar a comprender bien el
efecto de un Sacramento, está en juzgarlo por analogía con la materia del mismo
sacramento. La materia de la Eucaristía es un alimento; es, pues, necesario que
su efecto sea análogo al de los manjares. Quien asimila el manjar corporal, lo
transforma en sí; esa transformación repara las pérdidas del organismo y le da
el desarrollo conveniente. No así en el alimento eucarístico, que, en vez de
transformarse en el que lo toma, transforma en sí al que lo recibe. De ahí que
el efecto propio de ese Sacramento sea transformar de tal modo al hombre en Cristo,
que pueda con toda verdad decir: “Vivo yo; mas no yo, sino que vive Cristo en
mí” (Gál 2,20)» (In IV Senten., Dist. 12, q.2, a.1).
Y ¿cómo se obra esa
transformación espiritual? Es que, al recibir a Cristo, lo recibimos todo
entero: su cuerpo, su sangre, su alma, su divinidad y su humanidad. Por la
Eucaristía Cristo nos hace participantes de cuanto piensa y siente, nos
comunica sus virtudes, pero sobre todo «enciende en nosotros, el fuego que vino
a traer a la tierra» (Lc 2,49), fuego de amor, de caridad. Éste y no otro es el
fin de la transformación en que la Eucaristía produce en el alma. «La eficacia
de este sacramento, escribe Santo Tomás, consiste en obrar cierta transformación
en Cristo, mediante la caridad. Ese es su fruto propio... Y propio es de la
caridad transformar al amante en el amado».
Así pues, la venida de Cristo a
nosotros en la comunión se encamina por propia naturaleza a establecer una tal correspondencia
y semejanza entre sus pensamientos y los nuestros, entre sus sentimientos y
nuestros sentimientos, entre su voluntad y la nuestra, que no sean nuestros pensamientos,
nuestro sentir y nuestro querer sino los mismos que los de Jesucristo. «Porque
habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo
Jesucristo en el suyo», como decía San Pablo (Fil 2,5). Y esto sólo por amor; pues
el amor entrega a Cristo la voluntad entera, y con ella todo nuestro ser, todas
nuestras energías. De aquí dimana que, siendo el amor el que entrega por entero
el hombre a Dios, sea también la causa de nuestra transformación y de nuestro
desarrollo espiritual. Bien dijo San Juan: «El que permanece en la caridad, en
Dios permanece, y Dios en él» (Jn 4,16).
Si eso faltase, ya no hay
verdadera «comunión». Sería recibir a Cristo con los labios, cuando es menester
unirnos a Él de espíritu, de corazón, de voluntad, a fin de participar, con
toda nuestra alma, de su vida divina, en cuanto aquí en este mundo es posible.
Entonces, realmente, por la fe que en Él tenemos y por el amor que le
profesamos, su vida viene a ser el principio de la nuestra, y no ya nuestro
puro «yo». Bien claramente se pone este en evidencia en aquella oración
que la Iglesia pone en labios del sacerdote después de la comunión: «Haz,
Señor, dice, que nuestra alma y nuestro cuerpo estén tan sometidos a la acción de
este don celestial, que no sea nuestro propio sentir, sino el efecto de este
sacramento el que domine siempre en nosotros». De esta oración se desprende,
que la acción de la Eucaristía se transfunde del alma aun sobre el mismo
cuerpo. Cierto que Cristo se une inmediatamente al alma; cierto que viene, en
primer lugar, a asegurar y confirmar su deificación «a fin de que seamos contados
entre los miembros de Aquel de cuyo cuerpo y sangre hemos participado». Pero la
unión entre cuerpo y del alma es tan íntima y profunda, que la Eucaristía, al acrecentar
la vida del alma y al comunicarle un impulso poderoso hacia las delicias celestiales,
mitiga los ardores de la carne y da la paz todo nuestro ser.
Los Padres de la Iglesia hablan
de una influencia aún más directa sobre el cuerpo. ¿Parecerá esto extraño? Recordemos,
sin embargo, que cuando Jesucristo vivía en el mundo, bastaba el solo contacto
con su sagrada humanidad para sanar los cuerpos. ¿Acaso tenemos derecho a creer
que ha menguado ese poder curativo ahora, porque Cristo se oculta bajo el velo
de las especies sacramentales? Decía Santa Teresa: «¿Pensáis este manjar santísimo
no es mantenimiento, aun para nuestros cuerpos? Yo sé que lo es, y conozco una
persona de grandes enfermedades, que sufriendo muchas veces grandes dolores,
como de la mano se le quitaban, y quedaba buena del todo... cada vez que
comulgaba». Cierto, nuestro adorable Maestro no suele mal pagar la morada que
hace como huésped de nuestra alma, cuando recibe buen hospedaje» (Camino de perfección,
cap.34). Antes de comulgar, el sacerdote suplica a Nuestro Señor que «la
recepción de su carne santísima aproveche para proteger el alma y el cuerpo».
La misma súplica nos hace repetir la Iglesia en varias de sus «postcomunnion», para
dar gracias a Dios por el don celestial que nos otorga: «Purifica, Señor,
nuestras almas, dice, renuévalas por tus celestiales sacramentos, para que aun
nuestros cuerpos experimenten tu ayuda así en esta vida como en la otra».
No olvidemos que Cristo está
siempre vivo en la hostia y siempre obrando; cuando viene a nosotros, une nuestros
miembros a los de su cuerpo; purifica, eleva, santifica, transforma en cierta manera
nuestras facultades, de suerte que, (según el hermoso pensamiento de un autor
antiguo), «amamos a Dios con el corazón de Cristo, le alabamos con sus labios,
nuestra vida es su vida». La divina presencia de Jesús en nosotros y su virtud
santificadora impregnan tan íntimamente todo nuestro ser, cuerpo y alma con
todas sus potencias, que llegamos a ser cual otros Cristos.
Tal es el término, muy sublime,
por cierto, de nuestra unión con Cristo en la Eucaristía, y eso es lo que tiene
a realizar siempre con más perfección cada día, en cada comunión que recibimos.
¡Ah, si conociésemos el don de Dios! «Los que en esta fuente beben el agua de
la gracia no tendrán ya más sed (Jn 4,13), pues hallan en esa fuente todos los
bienes. Del altar dimanan para nosotros toda bendición y toda gracia.
* Del Beato Dom Columba Marmion osb, en “Jesucristo vida del alma”, Editorial Excelsa – Buenos Aires, 1946, pp. 347-350.
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