Ese silencio
contemplativo os comunicará una gran capacidad de amar a Dios y a los
hermanos. En efecto, en medio del silencio de la noche, cuando parece que se
aminoran las prisas y la creación enmudece como esperando la palabra del
Señor, oiréis en el corazón la voz del Padre que os dice: “Este es mi
Hijo amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadle”.
Y al sintonizar cada vez más con
los sentimientos de Cristo Redentor, que ha venido a “dar su vida en rescate
por todos”, iréis descubriendo los intereses salvíficos del Señor
sobre los individuos, la familia, la juventud, la comunidad eclesial a la que
pertenecéis, la propia nación y la humanidad entera. Así presentaréis ante el
Señor todo lo que ha sido vuestra vida cotidiana, en sincronía con los
problemas de los hermanos redimidos por Cristo.
La Iglesia necesita de hombres y
mujeres como vosotros, convencidos del valor insustituible de la oración y
consecuentes con la obligación de todo hombre de dar gloria a Dios, como
premisa indispensable de cualquier acción que quiera ser beneficiosa para los
demás.
Pero no podéis limitaros a la
actitud contemplativa de adoración y plegaria, porque no sería auténtica
vuestra oración, si no fuera acompañada de un compromiso de vida cristiana y de
acción apostólica. Sólo así responderéis a la llamada de Cristo que os invita a
colaborar con Él en la aplicación de los frutos de su obra redentora a toda la
humanidad. Considerad pues como parte importante del empeño apostólico de
vuestra Asociación la promoción del culto a Jesús Sacramentado y de cuanto
pueda contribuir a una mayor vivencia de las celebraciones eucarísticas y de la
comunión sacramental por parte de todos.
De ese modo seréis testigos
vivientes de que vuestra ocupación de adoradores no sólo no es algo estéril o
inútil para la comunidad eclesial, sino que es fuente de dinamismo cristiano.
Por ello, sed fieles a vuestro carisma, testimoniando la primacía de la
dimensión vertical en la vida religiosa del hombre. Así, uniendo a este
testimonio el doble compromiso de vivir cristianamente y de ayudar
espiritualmente a los hermanos, seréis fieles a vuestra identidad de
adoradores.
Estamos celebrando el Año Santo
de la Redención[1]
que debe ser, de modo especial para vosotros, un tiempo de gracia y de
renovación espiritual. En la adoración eucarística encontraréis
las líneas fuertes de esta renovación. En efecto, “la
Eucaristía en particular hace presente toda la obra de la Redención, que se
perpetúa a lo largo del año en la celebración de los divinos misterios”.
En vuestro caso concreto, deseo
que, a través de la adoración eucarística, os hagáis portadores de las
directrices dadas para el Año Santo: “Que los cristianos sepan
descubrir de nuevo, en su experiencia existencial, todas las riquezas
inherentes a la salvación que les ha sido comunicada desde el bautismo y se
sientan impulsados por el amor de Cristo”.
En esta experiencia vuestra de
vida espiritual y apostólica, descubriréis mejor la inmensa perspectiva del
dogma de la comunión de los santos, puesto que “cada nueva experiencia del amor
misericordioso de Dios y cada respuesta individual del amor penitente por parte
del hombre, es siempre un acontecimiento eclesial”. Efectivamente, “la gracia específica del Año
de la Redención es un renovado descubrimiento del amor de Dios que se da, y es
una profundización de las riquezas inescrutables del misterio pascual de
Cristo”. Por ello, el Año Santo es una llamada a agradecer a Dios el don
recibido, a aprovechar los frutos de la Redención y a incorporarnos
individualmente a la misión salvadora de la Iglesia. Todo lo cual se vive en la
Eucaristía.
En efecto, ella es siempre el
cauce apropiado para nuestra obligada acción de gracias y debe serlo para
nuestro agradecimiento por el beneficio de la Redención. Por Cristo, con Él y
en Él nuestras acciones de gracias adquieren un valor que de por sí nunca
hubieran tenido.
Recibiendo a Jesús Sacramentado
con las debidas disposiciones hacemos nuestros los frutos de la Redención que
nos llegan a través de los sacramentos. Y, finalmente, como la Iglesia hace la
Eucaristía, así la Eucaristía hace la Iglesia. Por esto la Eucaristía, al
transformarnos en Cristo, nos incorpora a la misión salvadora que la Iglesia
realiza a través de los siglos. Precisamente por ello vuestra oración, sin
dejar de ser trato confidencial y personal con el Divino Amigo: “Ya no os llamo
siervos, sino amigos”, ha de abrirse a la dimensión comunitaria y
misionera del cristianismo auténtico, acogiendo como propias las preocupaciones
de toda la Iglesia y de sus miembros y comunidades.
Así se hará realidad ese
anhelado: “Abrir las puertas al Redentor”, que ha de significar para
vosotros una apertura del corazón, que no tiene prisas al estar con
el Señor y que, precisamente por ello, se entrega generosamente a los
compromisos de la vida cotidiana personal, familiar y social. Así, entrar en el
misterio de la Redención será sintonizar con el “sí” de Jesús al Padre. Y
vuestro “sí” contemplativo y comprometido se unirá al de Cristo, y hará que
luego toda la humanidad pueda pronunciar el “sí” de un “Padre nuestro”
universal.
La Virgen Santísima, Madre de
Jesús y Madre nuestra, que con José su Esposo adoró al Hijo de Dios hecho
hombre la misma noche de su nacimiento, y que tantas otras noches, en Belén y
Nazaret, veló su sueño, sea el modelo de todos los adoradores y adoradoras
nocturnos de Jesús Sacramentado.
Que su presencia como Madre
Dolorosa junto a la Cruz de Cristo Salvador, nos enseñe a descubrir en la
Eucaristía el mismo sacrificio que nos redimió, nos estimule a aprovechar
personalmente los frutos de esa Redención y nos haga sentir la responsabilidad
de incorporarnos efectivamente a la función salvadora de la Iglesia, encargada
de aplicar la Redención de Cristo a todos los hombres.
Que Ella nos enseñe los caminos
del amor profundo a Dios y al hombre, y nos haga preparar el nuevo adviento de
su Hijo para la humanidad. Que nos enseñe a ser verdadera Iglesia. “La Iglesia
del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida
del Señor, (y que) debe ser la Iglesia de la eucaristía y de la
penitencia”.
Queridos adoradores y adoradoras
de España, Alemania, Bélgica, Chile, Estados Unidos, Francia y México: Os
reitero mis sentimientos de alegría y de gratitud por vuestra visita, mientras
de corazón bendigo a vosotros y a todos los miembros de vuestra asociación, a
vuestras familias y a vuestros Países. “Alabado sea el Santísimo Sacramento del
altar”.
* De San Juan Pablo II, durante la Adoración Eucarística en la Basílica Vaticana - Lunes 31 de octubre de 1983.
[1]
En 1983, al cumplirse 1950 años de la muerte y resurrección de Nuestro Señor
Jesucristo, el Santo Padre mediante la bula “Aperite portas Redemptori”
(Abrid las puertas al Redentor), dispuso “dedicar un año entero a
recordar de modo especial la Redención, con el fin de que ésta penetre más a
fondo en el pensamiento y en la acción de toda la Iglesia”. (Nota de “Panis
Angelorum”).
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