Hacia la perfección

El amor afectivo es necesario para la perfección de la caridad. Cuando amamos a alguno, lo alabamos, lo exaltamos, nos gozamos de las cualidades que posee. El alma que ama a Dios se complace en sus infinitas perfecciones y repite constantemente como el salmista: “¿Quién es semejante a ti, oh, Dios mío?”.

Pero, ¿basta esto? No. Para ser perfecto, el amor debe traducirse en actos; el amor efectivo que abraza el querer divino y se entrega por completo a él es la verdadera señal del amor. Y cuando ese amor es ardiente, cuando está bien arraigado en el alma, manda entonces a todas las demás virtudes, a todas las buenas obras. Se traduce en una constante fidelidad al gusto divino, a las inspiraciones del Espíritu Santo. A esas almas pudo decir san Agustín: “Ama y haz lo que quieras”.

¿Cómo intensificar esa verdadera caridad?

1. Renovando la intención de obrar por amor a Dios. ¿Es necesario que esa intención sea siempre actual? No, eso no se requiere, ni es posible. Pero la experiencia y la ciencia de los santos han demostrado el fundamento y la oportunidad sobre natural de la práctica de renovar frecuentemente nuestra intención. ¿Por qué? Porque la pureza de intención mantiene nuestra alma en presencia de Dios y la incita a buscarlo en todas las cosas. Esa pureza de intención impide a la curiosidad, la ligereza, la vanidad, el amor propio, el orgullo y la ambición insinuarse, infiltrarse en nuestras acciones para disminuir su mérito. La intención pura, frecuentemente renovada, reanima sin cesar el alma y mantiene en ella el fuego del amor divino.

2. Por el ofrecimiento diario y las oraciones jaculatorias. “Para hacer un excelente progreso en la devoción –dice san Francisco de Sales (Tratado del amor de Dios, 1, 12, c. 9)– es preciso ofrecer todas las acciones a Dios todos los días; pues en esa renovación cotidiana de nuestra oblación, esparcimos sobre nuestras acciones el vigor y la virtud de la dilección por una nueva aplicación de nuestro corazón a la gloria divina; por medio de lo cual se santifica cada vez más. Además de esto, apliquémonos cien y cien veces al día al divino amor por la práctica de las oraciones jaculatorias, elevaciones del corazón y retiros espirituales (recogimiento del alma), pues esos cantos y ejercicios, al lanzar nuestros espíritus en Dios, llevan a Él todas nuestras acciones. ¿Y cómo podría darse que un alma, que en todo momento se dirige a la divina bondad y suspira incesantemente con palabra de amor a Dios, teniendo siempre su corazón en el seno del Padre celestial, no deseara hacer todas sus buenas acciones en Dios y para Dios?” El amor es entonces un peso que arrastra al alma, con un poder cada vez mayor, a la generosidad y a la fidelidad en el servicio de Dios. De ahí esa prontitud del alma para sacrificarse en el servicio de Dios, para buscar con ahínco los intereses de su gloria. Ésa es la verdadera devoción.

Una vida sencilla y sublime

Ninguna acción, desde el momento que es “verdadera”, en el sentido que hemos dicho, queda excluida del dominio de la gracia, de la caridad y del mérito. No hay acción alguna que no pueda servir para aumentar en nosotros la vida de Dios: “Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (Col 3,17). Así, no solamente las acciones que por su naturaleza se refieren a Dios, como los “ejercicios” de piedad, la asistencia a la Santa Misa, la comunión y la recepción de los demás sacramentos y las obras de caridad espirituales y corporales, sino también las acciones más ordinarias y banales, los incidentes más vulgares de nuestra existencia diaria, como tomar el alimento, entregarse a los negocios o trabajos, cumplir en la sociedad las diversas obligaciones necesarias o útiles de hombre y de ciudadano, descansar… todas esas acciones que se hacen todos los días y que tejen literalmente la trama de toda nuestra vida pueden ser transformadas, por la gracia y el amor, en actos muy agradables a Dios y ricos en méritos.

Ninguna buena acción se exceptúa. Ningún esfuerzo, ningún trabajo, ningún renunciamiento, ni sufrimiento, ni pena, ni lágrimas escapará, si lo queremos, a esta saludable influencia de la gracia y de la caridad.

¡Qué sencilla y sublime es la vida cristiana! Sublime porque es la vida misma de Dios, salida de Dios, que ha venido a nosotros por la gracia de Cristo y cuyo fin es Dios. Sencilla porque esa vida divina se arraiga en la vida humana, en esa vida tan baja, tan humilde, tan enferma, tan pobre y tan ordinaria como es, por sí misma, muchas veces.

Dios no nos pide realizar múltiples actos heroicos. No tenemos que cambiar de naturaleza, sino enderezar lo que ésta tenga de defectuoso. No es necesario emplear largas fórmulas: la intensidad del amor puede mantenerse en una sola mirada del corazón. Nos basta permanecer en la gracia santificante: referir todo a Dios y a su gloria por medio de una intención pura y, desde ese momento, vivir como hombres en el lugar que la Providencia nos ha asignado, cumpliendo la voluntad divina, llenando el deber del momento presente; y eso sencilla y tranquilamente, sin agitación, sin inquietud y con confianza íntima y profunda –confianza hecha de libertad de alma y gozo interior– de hijo que se siente amado por su Padre y le devuelve ese amor en la medida de su debilidad. Semejante vida, animada por la gracia y plenificada por el amor, parece una vida ordinaria a los ojos del mundo. Su brillo sobrenatural está velado generalmente por el exterior tosco de la existencia cotidiana, pero ¡cuán resplandeciente es a lo ojos de Dios!

¡Qué descuidados somos, pues, al despreciar con tanta frecuencia el aprovechamiento de tales bienes, puestos a diario a nuestro alcance, atándonos a “los vaivenes de la concupiscencia” (Sb 4, 12). ¿Qué diríamos de las pobres gentes a quienes abriera sus tesoros un príncipe magnífico y que, en lugar de enriquecerse a manos llenas, pasaran indiferentes al lado de esas riquezas? Diríamos que son unos insensatos. No lo seamos nosotros. Hagamos valer todas nuestras acciones, tanto las pequeñas como las grandes, las oscuras como las brillantes, para avanzar a grandes pasos en la vida divina por el amor intenso con que la realizamos.

Cristo ha santificado todas nuestras actividades
Cristo Jesús ha ejercido todas las formas de la actividad humana. No se quedaba inmovilizado en el éxtasis. Por el contrario, encontraba en la bienaventurada visión de las perfecciones de su Padre el móvil de su actividad. Quiso glorificar a su Padre santificando, en su persona, las formas de actividad que nosotros mismo tenemos que ejercer. Oramos: Él ha pasado las noches en oración. Trabajamos: Él ha sufrido en el trabajo hasta la edad de treinta años. Comemos: Él se sentó a la mesa con sus discípulos. Experimentamos contrariedades y contradicciones de parte de los hombres: Él las ha experimentado. ¿Acaso los fariseos le dejaron tranquilo? Sufrimos: Él ha derramado lágrimas, ha sufrido por nosotros, antes de nosotros, en su cuerpo y en su alma como nadie ha sufrido jamás. Experimentamos alegrías: su santa alma las ha sentido inefablemente. Nos entregamos al descanso: el sueño cerró también sus párpados. En una palabra, hizo lo que hacemos nosotros.

Y todo eso ¿por qué? No solamente para darnos ejemplo, puesto que es nuestro jefe, sino también para merecernos, por todas esas acciones, el poder santificar nuestros actos. Cuando por una intención recta y pura, renovada con frecuencia, unimos todos los actos del día a las mismas acciones que realizaba Jesús en la tierra, la virtud divina de su gracia influye constantemente sobre nosotros. Él mismo decía: “Mi Padre no me deja solo, porque yo hago siempre lo que le es agradable” (Jn 8, 29). Todos nosotros debemos decir lo mismo: “Oh, Padre de los cielos, yo hago esta acción solamente por complacerte, por tu gloria, por la de tu Hijo. Oh, Cristo Jesús, Yo quiero hacer este acto en unión contigo, para que lo santifiques con tus méritos infinitos”.

¡Cada vez más alto!
“La voluntad de Dios –dice San Pablo– es que seáis santos” (1 Ts 4, 3). Tratemos, pues, de realizar cada vez más esa voluntad de nuestro Padre del cielo. No temamos ni a la tentación (Dios hará que nos sirva de provecho cuando la resistíamos) ni a las pruebas. En el momento en que nos ponemos a servir a Dios por amor, las dificultades, las contradicciones y los sufrimiento sirven de alimento al amor. No nos dejemos abatir por nuestras miserias, por las imperfecciones que deploramos, porque no impiden el florecimiento de la gracia, pues “Dios conoce de qué barro estamos hechos” (Sal 102, 14). Tengamos paciencia con nosotros mismo en esa búsqueda incesante de la perfección. La vida cristiana no tiene nada de agitado ni de inquieto. Su desarrollo se concilia en nosotros perfectamente con nuestra miserias, nuestras servidumbres y nuestras debilidades, pues “en medio de esas debilidades sentimos que habita en nosotros la fuerza triunfadora de Cristo” (Co 12, 9). Solamente la muerte pondrá fin a “esas ascensiones del corazón que se realizan en este valle de lágrimas” Sal 88, 6-7). ¡Ojalá lleguemos entonces “a la edad de la perfección de Cristo” (Ef 4, 13), a esa plenitud de vida y de bienaventuranza que Dios ha querido para cada uno de nosotros! 

* Del Beato Dom Columba Marmion osb, en “Nuestra vida para Dios – La vida espiritual en lo cotidiano”, Grupo Editorial Lumen – Buenos Aires-México, 2000, pp. 61-66.

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