Amadísimos
hermanos y hermanas:
«Glorifica al Señor,
Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión». La invitación del salmista, que resuena
también en la Secuencia, expresa muy bien el sentido de esta celebración
eucarística: nos hemos reunido para alabar y bendecir al Señor. Esta es
la razón que ha impulsado a la Iglesia italiana a congregarse aquí, en Bari,
para el Congreso eucarístico nacional.
Yo también he querido unirme hoy
a todos vosotros para celebrar con particular relieve la solemnidad del Cuerpo
y la Sangre de Cristo, y así rendir homenaje a Cristo en el sacramento de su
amor, y reforzar al mismo tiempo los vínculos de comunión que me unen a la
Iglesia que está en Italia y a sus pastores. Como sabéis, también mi venerado y
amado predecesor, el Papa Juan Pablo II, habría querido estar presente en
esta importante cita eclesial. Todos sentimos que está cerca de nosotros y con
nosotros glorifica a Cristo, buen Pastor, a quien ahora puede contemplar directamente.
[…]
Este Congreso eucarístico, que
hoy se concluye, ha querido volver a presentar el domingo como «Pascua semanal»,
expresión de la identidad de la comunidad cristiana y centro de su vida y de su
misión. El tema elegido, «Sin el domingo no podemos vivir», nos remite
al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos, bajo
pena de muerte, poseer las Escrituras, reunirse el domingo para celebrar la
Eucaristía y construir lugares para sus asambleas.
En Abitina, pequeña localidad de
la actual Túnez, 49 cristianos fueron sorprendidos un domingo mientras,
reunidos en la casa de Octavio Félix, celebraban la Eucaristía desafiando así
las prohibiciones imperiales. Tras ser arrestados fueron llevados a Cartago
para ser interrogados por el procónsul Anulino. Fue significativa, entre otras,
la respuesta que un cierto Emérito dio al procónsul que le preguntaba por qué
habían transgredido la severa orden del emperador. Respondió: «Sine
dominico non possumus»; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para
celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para
afrontar las dificultades diarias y no sucumbir. Después de atroces torturas,
estos 49 mártires de Abitina fueron asesinados. Así, con la efusión de la
sangre, confirmaron su fe. Murieron, pero vencieron; ahora los recordamos en la
gloria de Cristo resucitado.
Sobre la experiencia de los
mártires de Abitina debemos reflexionar también nosotros, cristianos del siglo
XXI. Ni siquiera para nosotros es fácil vivir como cristianos, aunque no
existan esas prohibiciones del emperador. Pero, desde un punto de vista espiritual,
el mundo en el que vivimos, marcado a menudo por el consumismo desenfrenado,
por la indiferencia religiosa y por un secularismo cerrado a la trascendencia,
puede parecer un desierto no menos inhóspito que aquel «inmenso y terrible»
(Dt 8, 15) del que nos ha hablado la primera lectura, tomada del
libro del Deuteronomio.
En ese desierto, Dios acudió con
el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para hacerle
comprender que «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de
todo lo que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3). En el
evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar al
pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la Eucaristía,
ha dicho: «Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de
vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá
para siempre» (Jn 6, 58). El Hijo de Dios, habiéndose hecho
carne, podía convertirse en pan, y así ser alimento para su pueblo, para
nosotros, que estamos en camino en este mundo hacia la tierra prometida del
cielo.
Necesitamos este pan para
afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la
ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por
tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre
nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical,
alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y
las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así
el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos
recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino
que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia
misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra
de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo;
perderlo equivale a perderse a sí mismo.
El Señor no nos deja solos en
este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra suerte hasta
identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos el
evangelio, dice: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y
yo en él» (Jn 6, 56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero
hemos escuchado que, ante aquel primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse,
comenzó a discutir y a protestar: «¿Cómo puede este darnos a comer su
carne?» (Jn 6, 52).
En realidad, esta actitud se ha
repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el
fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe
en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva,
también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se
plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería
imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa
circunstancia: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,
53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.
Ante el murmullo de protesta,
Jesús habría podido conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido
decir: «Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata
de un símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda
comunión de sentimientos». Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación.
Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de
muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Más aún, se mostró
dispuesto a aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no
cambiar para nada lo concreto de su discurso: «¿También vosotros
queréis marcharos?» (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios,
Pedro dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia,
hacemos nuestra: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna» (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano,
de un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.
En la Eucaristía, Cristo está
realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una
presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él.
Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos
nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los
hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con los hermanos.
Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.
Aquí tocamos una dimensión
ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes de
concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en Bari,
y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El único y
el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los lugares de la
tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con todos los demás.
Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha dicho el apóstol
san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo a los Corintios,
afirma: «El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo,
porque comemos todos del mismo pan» (1 Co 10, 17).
La consecuencia es clara:
no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros. Si queremos
presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al encuentro
unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del perdón:
no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del resentimiento, sino abrir
el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro, abrir el corazón a la
comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y al generoso
ofrecimiento de las propias.
La Eucaristía –repitámoslo– es
sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos,
precisamente en el sacramento de la unidad. Por eso, sostenidos por la
Eucaristía, debemos sentirnos estimulados a tender con todas nuestras fuerzas a
la unidad plena que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente
aquí, en Bari, feliz Bari, ciudad que custodia los restos de san Nicolás,
tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente,
quisiera reafirmar mi voluntad de asumir el compromiso fundamental de trabajar
con todas mis energías en favor del restablecimiento de la unidad plena y
visible de todos los seguidores de Cristo.
Soy consciente de que para eso
no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos
concretos que entren en los corazones y sacudan las conciencias, estimulando a
cada uno a la conversión interior, que es el requisito de todo progreso en el
camino del ecumenismo (cf. Mensaje a la Iglesia universal, en la
capilla Sixtina, 20 de abril de 2005: L'Osservatore
Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 6). Os
pido a todos vosotros que emprendáis con decisión el camino del ecumenismo
espiritual, que en la oración abre las puertas al Espíritu Santo, el único que
puede crear la unidad.
Queridos amigos que habéis
venido a Bari desde diversas partes de Italia para celebrar este Congreso
eucarístico, debemos redescubrir la alegría del domingo cristiano. Debemos
redescubrir con orgullo el privilegio de participar en la Eucaristía, que es el
sacramento del mundo renovado. La resurrección de Cristo tuvo lugar el primer
día de la semana, que en la Escritura es el día de la creación del mundo.
Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana consideraba el domingo
como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día en que, con la
victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva creación.
Al congregarse en torno a la
mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San
Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como «aquellos que han
llegado a la nueva esperanza», y los presentaba como personas «que viven
según el domingo» («iuxta dominicam viventes»). Desde esta
perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: «¿Cómo podríamos vivir
sin él, a quien incluso los profetas esperaron?» (Ep. ad Magnesios,
9, 1-2).
«¿Cómo podríamos vivir sin él?».
En estas palabras de san Ignacio resuena la afirmación de los mártires de
Abitina: «Sine dominico non possumus». Precisamente de aquí brota
nuestra oración: que también nosotros, los cristianos de hoy, recobremos
la conciencia de la importancia decisiva de la celebración dominical y tomemos
de la participación en la Eucaristía el impulso necesario para un nuevo empeño
en el anuncio de Cristo, «nuestra paz» (Ef 2, 14), al mundo.
Amén.
* De S. S. Benedito XVI, en la visita pastoral a Bari para la Clausura del XXIV Congreso Eucarístico Italiano - Solemnidad del «Corpus Christi», Domingo 29 de mayo de 2005.
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