«Lo que hace de la Eucaristía
el sacramento del amor es que Jesús se entrega ahí en persona, en la plenitud
de su presencia. Da todo lo que él es, todo lo que vive. Más que la
intervención mediante una palabra o un acto, es Jesús mismo quien viene en tanto
que sujeto y se entrega en nuestras manos. La Eucaristía es, por parte de
Jesús, el don sin límites: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”».
Lo que recibimos en la
Eucaristía es Jesús en el acto mismo de dar la vida por todos los hombres, de
amar personalmente a cada uno con el mayor amor: «Nadie tiene amor más
grande que el de dar uno la vida por sus amigos[1]».
Recibir la Eucaristía debería suscitar cada vez en nosotros ese asombro que fue
el de san Pablo: «¡Me amó y se entregó por mí![2]».
En su encíclica La Iglesia
vive de la Eucaristía, Juan Pablo II nos recordaba esta hermosa verdad, que
en la Eucaristía no sólo se nos entrega Jesús, sino que también nos acoge en
él, nos acepta tal como somos: «Podemos decir que no solamente cada uno de
nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno
de nosotros[3]».
Aquí tenemos todo el dinamismo del amor, que es a la vez acogida y don. Amar a
alguien es darse a él y también recibirle en la propia vida. Y los dos movimientos
están profundamente relacionados: el mayor regalo, el mayor don que se puede
hacer a alguien ¿no es acaso aceptarle tal como es? El padre Sagne señala muy justamente:
«Si el mayor deseo del amor
es permanecer con el otro, encontrar morada en su corazón –y por eso hacer de
uno mismo una morada para el amado–, la Eucaristía es por excelencia el
sacramento del amor. Jesús hace ahí de su corazón una morada acogedora para
todo hombre».
Encontramos aquí esa verdad tan
hermosa y profunda enunciada en el evangelio de san Juan: «El que come mi carne
y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él[4]».
Santa Catalina de Siena tiene una imagen curiosa para expresar esto. Dice que
después de la comunión, Dios permanece en el corazón del cristiano y el
cristiano es sumergido en Dios como la mar está en el pez y como el pez está en
la mar[5].
La Eucaristía nos muestra con
evidencia a qué grado de intimidad con él nos quiere llevar Dios. En la
Eucaristía se realiza el sueño loco de todo amor: ser uno con el ser amado.
Dios se deja comer por nosotros,
se convierte en nuestra sustancia y, al mismo tiempo, nos arranca de nosotros
mismos para hacernos suyos. He aquí una interesante reflexión del papa
Benedicto XVI en su homilía en el Congreso eucarístico de Bari:
«En la Eucaristía, Cristo
está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia
dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos
atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno
con él[6]».
En la Eucaristía nos alimentamos
de Dios, pero también –si se puede hablar así– nos dejamos devorar por él.
La Eucaristía viene a socorrer
nuestra flaqueza, transforma nuestro corazón de piedra en corazón de carne, en
un corazón capaz de amar con el mismo amor de Dios; nos asemeja y nos conforma
progresivamente a Cristo. Es por eso para nosotros la prenda, la esperanza, de
que un día seremos capaces de amar a Dios tal como somos amados por él, con la
misma verdad, la misma pureza, la misma fuerza, la misma generosidad. Pues
derrama en nuestros corazones el amor mismo de Dios, con el que podemos amar a
Dios y amar a nuestros hermanos. «Una esperanza que no defrauda, porque el
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo que se nos ha dado[8]»,
dice san Pablo en su Carta a los Romanos. Cada comunión es una efusión del
Espíritu de amor en el corazón del fiel.
Por la Eucaristía, comulgamos en
el amor que Jesús tiene por su Padre, en su alabanza, en su acción de gracias,
y comulgamos también en la caridad de Jesús con todo hombre, en su compasión y
en su ternura infinita por todo hijo de Dios. Por ella, Jesús viene
secretamente, pero realmente, a vivir y amar en nosotros, comunicándonos sus disposiciones
interiores, su mansedumbre y su humildad.
Claro que es necesario que lo
deseemos intensamente. También necesitamos tener la paciencia de esperar que dé
fruto lo sembrado en nosotros por la Eucaristía. Pero sigue siendo cierto que
la Eucaristía puede producir en nuestros corazones cambios muy profundos. «El
que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna[9]».
Y la vida eterna no es otra cosa que amar con el amor mismo de Dios.
En el Jueves santo de 2005, Juan
Pablo II decía a los sacerdotes:
«La autodonación de Cristo,
que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios-Amor, alcanza su
expresión más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en
la Última Cena. No se pueden repetir las palabras de la consagración sin sentirse
implicados en este movimiento espiritual. En cierto sentido, el sacerdote debe
aprender a decir también de sí mismo, con verdad y generosidad, “tomad y
comed”. En efecto, su vida tiene sentido si sabe hacerse don, poniéndose a
disposición de la comunidad y al servicio de todos los necesitados[12]».
Lo dicho para el sacerdote vale
también para todo fiel: en la Eucaristía, nos alimentamos de Cristo para hacernos
progresivamente capaces de ser también nosotros un alimento para nuestros
hermanos y hermanas, una respuesta a su hambre de amor.
Un buen ejemplo de cómo la
Eucaristía puede transformar interiormente a la persona, y hacerla capaz del
amor más heroico, se encuentra a mi parecer en la vida de la pequeña Teresa de
Lisieux. A la edad de catorce años, Teresa albergaba grandes deseos, grandes
aspiraciones a una vida llena de amor. Pero ella era humanamente muy incapaz, demasiado
entorpecida por su hipersensibilidad, sus timideces, su fragilidad afectiva. Pero
Dios intervino misericordiosamente en su vida por la gracia de Navidad: «En un instante,
lo que yo no había podido hacer en diez años, Jesús lo hizo, contentándose con mi
buena voluntad[13]».
Teresa considera explícitamente
esta gracia de Navidad como una gracia eucarística. Al principio de su relato,
destaca que tuvo lugar después de la misa de medianoche, «donde había tenido la
dicha de recibir al Dios fuerte y poderoso[14]».
Y esta gracia de Navidad le permitió emprender «una carrera de gigante[15]»,
un extraordinario crecimiento en el amor, del que Teresa señala la orientación
con estas palabras: «Jesús hizo de mí un pescador de almas... Sentí en una
palabra la caridad entrar en mi corazón, la necesidad de olvidarme de mí para
agradarle y desde entonces fui feliz[16]».
«Señor, vuestra hija os pide
perdón para sus hermanos, acepta comer tanto tiempo como queráis el pan del
dolor y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura donde comen los
pobres pecadores antes del tiempo que hayáis dispuesto... Pero también no puede
dejar de decir en su nombre, en nombre de sus hermanos: Tened piedad de
nosotros, Señor, porque somos pobres pecadores... ¡Oh! Señor, perdonadnos[18]».
Qué emocionante es ese nosotros
por el que Teresa se identifica con los peores enemigos de la Iglesia de su
tiempo, como Jesús que ha tomado sobre sí el pecado del mundo... Ningún juicio
en boca de Teresa, simplemente una inmensa compasión y una total solidaridad
con el pecado de los que no creen... Se encuentra aquí un aspecto de este gran
misterio de misericordia que es la Eucaristía: Jesús en la mesa de los pecadores,
que ofrece su vida y su cuerpo, haciéndose alimento que cura el pecado del mundo.
Por el amor ofrecido, el pan de miseria (expresión utilizada en la cena pascual
judía) se convierte en el pan de vida: «Este es el Cordero de Dios que quita
el pecado del mundo[19]».
La Eucaristía es a la vez
exigencia y don, llamada y promesa, responsabilidad y gracia. Es una invitación
apremiante a amar como Jesús ama, a dar la vida como él por nuestros hermanos,
pero también trae la certeza de que un día, cualesquiera sean nuestras flaquezas
y miserias, nos hará capaces de responder a esa invitación. La hostia que recibimos
en la misa, o que adoramos en silencio, es humilde como un grano de mostaza, podrá
sin embargo hacer de nuestros corazones un árbol donde muchos pájaros vendrán a
anidar, encontrar morada. Es pobre como un poco de levadura, y sin embargo
capaz de transformar en profundidad nuestro corazón y hacer allí un pan capaz
de saciar muchas hambres.
Jacques Philippe en «Si conocieras el don de Dios - Aprender a recibir» -Ediciones Rialp, Madrid, 2016.
blogpanisangelorum@gmail.com
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