Deseaba san Pablo que los habitantes de Éfeso conocieran, por la gracia de Dios Padre, de quien procede todo don, la incomparable ciencia de la caridad de Jesucristo para con el hombre. Nada podría desearles más santo, más hermoso ni más importante. Conocer el amor de Jesucristo y estar llenos de Él es el reino de Dios en el hombre. Estos son precisamente los frutos de la devoción al sagrado Corazón de Jesús, que vive y nos ama en el santísimo Sacramento. Esta devoción es el culto supremo del amor. Es el alma y el centro de toda la religión, porque la religión no es otra cosa que la ley, la virtud y la perfección del amor, y el sagrado Corazón de Jesús contiene la gracia y es el modelo y la vida de este amor. Estudiemos tal amor delante de ese foco en el cual está ardiendo por nosotros.
La devoción al sagrado Corazón
tiene doble objeto: se propone, en primer lugar, honrar, por medio de la
adoración y del culto público, el corazón de carne de Jesucristo y, en segundo
lugar, tiende a honrar aquel amor infinito que nos ha tenido desde su creación
y que todavía está consumiéndole por nosotros en el Sacramento de nuestros
altares.
De todos los órganos del cuerpo
humano el corazón es el más noble. Se halla colocado en medio del cuerpo como
un rey en medio de sus estados. Está rodeado de los miembros más principales,
que son como sus ministros y oficiales; él los mueve y les imprime actividad,
comunicándoles el calor vital que en él hay acumulado y reservado. Es la fuente
de donde emana la sangre por todas las partes del organismo, regándolas y
refrescándolas. Esta sangre, debilitada por la pérdida de principios vitales,
vuelve desde las extremidades al corazón para renovar su calor y recobrar
nuevos elementos de vida.
Lo que es verdad, tratándose del
corazón humano en general, lo es también verdad tratándose del Corazón de
Jesús. Es la parte más noble del cuerpo del hombre-Dios unido hipostáticamente
al Verbo, por lo cual merece el culto supremo de adoración que se debe a Dios solo.
Es necesario notar que en nuestra veneración no debemos separar el corazón de
Jesús de la divinidad del hombre-Dios; está unido a la divinidad por
indisolubles lazos, y el culto que tributamos al Corazón no termina en él, sino
que pasa a la persona adorable que le posee y a la cual está unido para
siempre.
De aquí se sigue que pueden
dirigirse a este Corazón divino las oraciones, los homenajes y las adoraciones
que dirigimos al mismo Dios. Están equivocados todos aquéllos que al oír estas
palabras: Corazón de Jesús, piensan únicamente en este órgano material, considerando
el Corazón de Jesús como un miembro sin vida y sin amor, poco más o menos como
se haría tratándose de una santa reliquia; se equivocan también aquellos que
juzgan que esta devoción divide la persona de Jesucristo, restringiendo al
corazón sólo el culto que debe tributarse a toda la persona. Estos no se fijan
en que, al honrar el Corazón de Jesús, no suprimimos lo restante del compuesto divino
del hombre-Dios, ya que al honrar a su Corazón lo que en realidad pretendemos
es celebrar todas las acciones..., la vida entera de Jesucristo, que no es otra
cosa que la difusión de su Corazón al exterior.
Así como en el sol se forman y
de él dimanan los rayos ardientes que fertilizan la tierra y comunican mayor
vigor a todo lo que tiene vida, así también parten del corazón esas dulces y
vigorosas energías que llevan el calor vital y la fuerza a todos los miembros
del cuerpo. Si languidece el corazón, todo el cuerpo languidece con él; si el
corazón sufre, todos los miembros sufren igualmente; en este caso, las
funciones del cuerpo se entorpecen y todo el organismo se para. Por modo
semejante la función del Corazón de Jesús consistió en vivificar, fortalecer y
conservar todos los miembros del cuerpo de Jesús, todos sus órganos y sentidos,
mediante la acción continua que en ellos ejercía; de tal modo que el Corazón de
Jesús fue el principio de las acciones, afectos y virtudes de toda la vida del
Verbo encarnado.
Como el corazón es el foco del
amor, y como el móvil de toda la vida de Jesús fue el amor, de aquí que tengamos
que referir a su Corazón sacratísimo todos los misterios de la vida de Jesús y
todas sus virtudes. “Tan natural es al fuego el quemar como al corazón el amar
–dice santo Tomás–, y como en el hombre es el órgano principal del sentimiento,
parece conveniente que el acto exigido por el primero de todos los preceptos se
haga sensible o se simbolice por medio del corazón”.
De la misma manera que los ojos
ven y los oídos oyen, así también el corazón ama; es el órgano de que se sirve
el alma para manifestar los afectos y el amor. En el lenguaje vulgar se
confunden estos dos términos, y se emplea la palabra corazón para significar el
amor y viceversa. El Corazón de Jesús fue, por ende, el órgano de su amor;
cooperó en la obra de su amor, siendo el vehículo del mismo amor; experimentó
todas las sensaciones de amor que pueden conmover al corazón humano, con la
diferencia de que, amando el alma de Jesucristo con un amor incomparable e
infinito, su corazón es una hoguera inmensa de amor de Dios y de los hombres, y
de esta hoguera salen de continuo las llamas más ardientes y más puras del amor
divino. Esas llamas le abrasaron desde el primer instante de su concepción
hasta el último suspiro de su vida y después de la resurrección no han cesado
ni cesarán, jamás de abrasarle. El corazón de Jesús ha latido y late cada día
con innumerables actos de amor, cada uno de los cuales da más gloria a Dios que
la que pueden darle todos los actos de amor de los ángeles y de los santos. Por
consiguiente, entre todas las criaturas corporales es la que más contribuye a
la gloria del creador y la que más merece el culto y el amor de los ángeles y
de los hombres.
Todo lo que pertenece a la
persona del Hijo de Dios es infinitamente digno de veneración. La menor parte
de su cuerpo, la más ligera gota de su sangre, merece la adoración del cielo y
de la tierra. Las cosas más viles se hacen dignas de veneración merced al contacto
de su carne, como sucede con la cruz, con los clavos, con las espinas, con la
esponja, con la lanza y con todos los instrumentos de su suplicio; ¿cuánta más
veneración no se le deberá a su Corazón, cuya excelencia es tanto más notable
cuanto más nobles son las funciones que ejerce y más perfectos los sentimientos
que manifiesta y acciones que inspira? Porque no hay que perder de vista que si
Jesucristo nació en un establo, si vivió pobre en Nazaret y murió por nosotros,
a su Corazón lo debemos. En este santuario se formaron todas las resoluciones
heroicas y todos los divinos propósitos que llevó a la práctica durante su
vida. Su Corazón debe, por tanto, ser honrado no menos que el pesebre, en el
cual mira el alma fiel a Jesús cuando viene al mundo pobre y abandonado; como
debe también ser honrada la cátedra desde la cual Jesús nos intima aquel
amoroso mandato: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”; como debe
serlo la cruz en que el alma le ve expirar; como se debe honrar el sepulcro de
donde salió glorioso e inmortal y el evangelio eterno, que enseña al hombre a
imitar todas las virtudes de que Jesús es acabado modelo.
El alma devota del sagrado
corazón de Jesús se ejercitará muy especialmente en actos de amor divino,
puesto que este corazón es ante todo el asiento y el símbolo de ese amor; y
como el Santísimo Sacramento es la prenda sensible y permanente del amor, en la
Eucaristía el alma encontrará al Corazón de Jesús, y de este corazón eucarístico
aprenderá a amar.
* De San Pedro Julián Eymard, en “Obras Eucarísticas”, 4ª edición – Ediciones Eucarísticas, Padres Sacramentinos, 1963.
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