La Comunión

«Tengo sed» (Jn., 19, 28)

Nuestro Señor llega a la Comunión de su Misa cuando de las profundidades de su Sagrado Corazón profiere el grito: «Tengo sed». Esta no era ciertamente una sed de agua; porque la tierra es suya y todo lo que en ella se contiene; no fue una sed de los escasos alivios de la tierra, porque Él encerró los mares en sus fronteras cuando estallaban con furia. Por eso, al ofrecerle la bebida, Él no la tomó. Era otra clase de sed la que le torturaba. Estaba sediento de las almas y los corazones de los hombres.

El clamor fue un clamor por la comunión, la última de una larga serie de llamadas del Pastor buscando a los hombres. El hecho mismo de manifestarse en la forma del más punzante de todos los humanos sufrimientos, es decir, la sed, demuestra la medida de su profundidad y de su intensidad. Los hombres pueden hambrear a Dios, pero Él tiene sed de los hombres. Tuvo sed del hombre cuando le llamó a la amistad con su divinidad en el jardín del Paraíso; tuvo sed del hombre en la Revelación, cuando trató de ganarse los corazones extraviados de los hombres manifestándoles los secretos de su amor; tuvo sed del hombre en la Encarnación cuando Él se hizo uno con el amado y fue visto en la forma y en el traje de hombre.

Ahora estaba sediento del hombre en la Redención, porque nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos. Era el llamamiento final a la comunión antes de que se bajase el telón en el gran Drama de su Vida terrena. Todas las miríadas de amores de los padres a los hijos, de los esposos entre sí, fundidos en un solo gran amor, serian una mínima fracción del amor que Dios siente por el hombre en este grito de sed. Significa de un golpe, no sólo cuánto suspiraba por los humildes, por los corazones hambrientos y por las almas vacías, sino también cuán intenso era su deseo de satisfacer nuestras más profundas ansiedades.

Realmente nada tendría de misteriosa nuestra sed por Dios, pues ¿no ha de suspirar el ciervo por la fuente, el girasol no ha de orientarse hacia el astro rey, y no han de correr los ríos hacia el mar? Pero que Él nos ame, sabiendo nuestros deméritos y cuán poco vale nuestro amor ¡eso sí que es misterio! Y sin embargo, ese es el significado de la sed de Dios por la comunión con nosotros. Ya lo había dicho en la parábola de la oveja perdida, cuando afirmó que no estaba satisfecho con las 99; solamente la oveja perdida podía darle alegría completa.

Ahora manifestaba la misma verdad desde la Cruz. Nada puede satisfacer por completo su sed sino el corazón de todo hombre, de toda mujer, de todo niño, pues fueron hechos para Él, y por lo tanto no pueden sentirse jamás felices hasta que encuentren el descanso en Él.

La base de esta súplica de comunión es el amor; porque el amor, por su propia naturaleza, tiende a la unión. El mutuo amor de los ciudadanos engendra la unidad del Estado. El amor del hombre y la mujer produce la unidad de dos en una carne. El amor de Dios por el hombre reclama, pues, la unidad basada sobre la Encarnación; esto es la unidad de todos los hombres en el cuerpo y en la sangre de Cristo.

Y por eso, para sellar su amor con nosotros, Dios se nos da asimismo en la Santa comunión; de tal modo que así como su humana naturaleza, tomada en el seno de la Bienaventurada Madre, se unió a Él en su única persona, así Él y nosotros, tomados del seno de la humanidad, pudiéramos ser uno en la unidad del Cuerpo místico de Cristo. Por eso nosotros usamos la palabra «recibir» cuando hablamos de la comunión con nuestro Dios en la Eucaristía, porque literalmente «recibimos» vida divina; exactamente y tan real y verdadera como el niño recibe la vida de su madre.

Toda vida es sustentada por la comunicación con una vida más alta. Si las plantas pudieran hablar dirían a la humedad y al sol: «Hasta que no entréis en comunión conmigo, siendo poseídos por mis más altas leyes y poderes, no tendréis vida en vosotros». Si los animales pudieran hablar dirían a las plantas: «Si no entráis en comunión con nosotros tampoco tendréis vida superior en vosotras». Nosotros decimos a toda la creación inferior: «Si no entráis en comunión conmigo no participarás de mi vida humana».

¿Por qué, pues, no habría de decirnos a nosotros Nuestro Señor: «Mientras no entréis en comunión conmigo no tendréis vida en vosotros?». Lo inferior se transforma en lo superior, las plantas en los animales, los animales en el hombre, y el hombre en el modo más elevado, «se diviniza" totalmente –si puedo usar esta expresión– a través de la vida de Cristo. Comunión, pues, es, ante todo, el recibir la Vida divina; una vida para la cual nosotros no tenemos más títulos que los que tiene el mármol para florecer. Es un puro regalo del todo misericordioso Dios, que nos amó tanto que quiso unirse a nosotros, no con los lazos de la carne, sino con los lazos inefables del Espíritu, donde el amor no conoce hastío sino únicamente éxtasis y gozo. Sí, como Nazaret y Belén, no le recibiéramos en nuestras almas, ¡oh, cuán pronto nos hubiéramos olvidado de Él! Ni dones, ni retratos suplen la persona amada. Nuestro Señor bien lo sabía. Necesitábamos de Él, y por eso se nos entregó a sí mismo.

Pero hay otro aspecto en la comunión en el que raras veces pensamos. La comunión implica no solamente recibir la Vida Divina, significa también entrega a Dios de la vida humana. Todo amor es recíproco. No hay amor unilateral, porque el amor por su misma naturaleza pide retorno. Dios tiene sed de nosotros, y esto significa que el hombre debe tener también sed de Dios. Pero, ¿pensamos alguna vez que Cristo recibe la comunión de nosotros? Siempre que vamos al comulgatorio decimos que «recibimos» la Comunión; y esto es todo lo que muchos de nosotros hacemos; únicamente: «recibir la Comunión». Sin embargo, hay otro aspecto en la comunión que el de recibir la Vida Divina, del cual habla San Juan. San Pablo completa la doctrina en su Epístola a los Corintios. La comunión no es sólo la incorporación a la Vida de Cristo, es también la incorporación a su Muerte: «Siempre que comáis de este pan y bebáis de este vino anunciaréis la muerte del Señor hasta que Él venga».

La vida natural tiene dos aspectos: el anabólico y el katabólico. También la vida sobrenatural los tiene: el edificar conforme al Cristo Modelo –el nuevo Adán– y el destruir el viejo Adán. La Comunión, pues, implica no sólo recibir sino también dar. No puede haber ascenso a una vida más alta sin morir a la propia, más baja. El Domingo de Pascua ¿no presupone el Viernes Santo? ¿No envuelve todo amor mutua donación que termina en el propio recobrarse? Siendo esto así, ¿no debe ser el comulgatorio un lugar de intercambio en vez de ser un lugar donde solamente se recibe? ¿Será toda la Vida el darse Cristo a nosotros y no darle nada en retorno? ¿Habremos de agotar el cáliz y no contribuir a llenarle con nada? ¿Habremos de recibir el pan sin dar el trigo para ser molido, o recibir el vino sin dar las uvas para ser prensadas? Si todo lo que hacemos durante nuestras vidas es recibir la Vida Divina para llevárnosla y no dejar nada en cambio, seremos parásitos en el Cuerpo místico de Cristo.

El mandato paulino nos manda llenar en nuestro cuerpo lo que le falta a la Pasión de Cristo. Debemos, pues, llevar espíritu de sacrificio a la mesa de la Eucaristía; debemos aportar la mortificación de nuestro «yo» interior; las cruces pacientemente soportadas, la «crucifixión» de nuestros egoísmos, le muerte de nuestra concupiscencia y hasta la misma dificultad de acercarnos a la Comunión. Entonces será la comunión lo que siempre pretendió ser, concretamente, un intercambio entre Cristo y el alma, en el que nosotros damos su Muerte manifestada en nuestras vidas y Él nos su Vida manifestada en nuestra filiación adoptiva. Le damos nuestro tiempo, nos da la eternidad. Le damos nuestra humanidad, nos da su Divinidad. Le damos nuestra nada y nos da su todo.

¿Entendemos bien la naturaleza del amor? ¿No hemos nosotros prorrumpido algunas veces, en grandes momentos de cariño a un niño pequeñito, en un lenguaje que puede variar pero que expresa esta idea: «Amo tanto a este niño como si lo tuviese dentro de mi corazón?». ¿Por qué? Porque todo amor tiende a la unión. En el orden natural Dios ha querido que acompañe intenso placer a la unión física. Pero es nada comparado con la unión del espíritu cuando la divinidad pasa a la humanidad y la humanidad a la divinidad, cuando nuestro querer va hacia Él y Él viene hasta nosotros, de modo que dejamos de ser hombres y comenzamos a ser hijos de Dios.

Si ha habido, pues, en vuestra vida alguna vez un momento en que un delicado y noble afecto os hizo sentiros como si hubieseis sido levantados al tercer o séptimo cielo; si ha habido alguna vez en vuestra vida un tiempo en que el elevado amor de un hermoso corazón os asumió en el éxtasis; si alguna vez amasteis de verdad un corazón humano, pensad, os ruego, lo que debe ser estar unidos con el gran Corazón del Amor. Si el corazón humano en todas sus nobles, delicadas y cristianas riquezas puede estremecer así, ennoblecernos así, y extasiarnos hasta ese punto, ¿qué será el gran Corazón de Cristo? ¡Oh, si la chispa es tan brillante, cómo será la llama!

¿Comprendemos en su totalidad hasta qué punto la Comunión está ligada al Sacrificio, tanto por parte del Señor como por parte nuestra, sus pobres y débiles criaturas? La Misa hace las dos cosas inseparables. No hay Comunión sin Consagración. No recibimos el pan y el vino que ofrecemos hasta que hayan sido transubstanciados en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. La Comunión es la consecuencia del Calvario, esto es, vivimos de lo que sacrificamos. Todo en la naturaleza atestigua esta verdad. Nuestros cuerpos viven sacrificando los animales de los campos y las plantas de las huertas. Gozamos de la vida por su inmolación. No las matamos por destruir sino para perfeccionar; las sacrificamos para la comunión.

Y ahora, por una hermosa paradoja del Divino Amor, Dios convierte su Cruz en el gran medio de nuestra salvación. Nosotros le matamos, le clavamos allí, le crucificamos; pero no quiso el Amor ser derrotado en su eterno Corazón. Quiso darnos la misma vida que quitábamos; darnos el alimento que destruíamos; nutrirnos con el Cuerpo que sepultábamos y con la misma sangre que derramábamos. Trocó nuestro crimen en una «feliz culpa»; convirtió la Crucifixión en Redención; la Consagración en Comunión; la muerte en vida eterna.

Y esto es precisamente lo que hace del hombre el mayor misterio. No es un misterio por qué el hombre había de ser amado; pero por qué él no paga amor con amor, ¡eso sí que es el gran misterio. ¿Por qué ha de ser Nuestro Señor el Gran No Amado? ¿Por qué no se ha de amar al Amor? ¿Por qué siempre que Él clama «Tengo sed», nosotros le damos hiel y vinagre…?

* De Mons. Fulton Sheen, en «El Calvario y la Misa», Ed. Sal Terrae – Santander, España – 1955. 

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