1.– Todo cuanto Dios hace por los hombres se resuelve en un inmenso misterio de amor que le lleva a él, Bien supremo e infinito, a levantar al hombre hasta sí, para hacerlo partícipe de su misma vida. Para comunicar la vida divina a los hombres, para unir los hombres a Dios, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14); en su persona la divinidad se unió a la humanidad del modo más pleno y perfecto; se unió directamente a la humanidad santa de Jesús y, mediante ésta, a todo el género humano. De este modo se abrió al hombre el camino para la unión con Dios: el Hijo de Dios, encarnándose y muriendo en la cruz, no sólo ha quitado los obstáculos a esta unión, sino que ha deparado los medios para ella, hasta hacerse él mismo camino; uniéndose a él, el hombre se unirá a Dios. Aquí el amor de Jesús ha rebasado toda medida, hasta querer unirse a todo hombre de la manera más íntima y personal, y lo ha hecho mediante la Eucaristía. «Aquel que los ángeles contemplan temblando... –dice S. Juan Crisóstomo– es el que por nosotros se ha hecho alimento; con él nos mezclamos y nos fundimos, y venimos a ser con Cristo un solo cuerpo y una sola carne» (In Mt 82, 5).
En la Encarnación el Hijo de
Dios, tomando carne humana, se unió para siempre al género humano; en la
Eucaristía el Hijo de Dios hecho hombre continúa uniéndose a cada hombre en
particular. Es por lo que la Eucaristía «según testimonio de los Santos Padres,
debe ser considerada como una continuación y ampliación de la Encarnación. Pues
por ella la sustancia del Verbo encarnado se une con cada hombre y se renueva maravillosamente
el supremo sacrificio del Gólgota» (León XIII, Mirae caritatis). El proyecto del amor infinito de unir los hombres a Dios
y hacerles participantes de la naturaleza y vida divina, encuentra así su
realización última y suprema en la Eucaristía.
2.– El Misterio eucarístico es
el compendio de toda la obra del amor infinito de Dios para la salvación de la
humanidad. Pues en el Sacrificio del altar, se renueva y perpetúa el sacrificio de la
cruz, mediante el cual Cristo ha redimido al mundo. «Nadie tiene mayor
amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13), ha dicho el Señor; y
ese testimonio de amor no se ha contentado él con darlo una vez en el Calvario,
sino que quiere renovarlo de continuo a lo largo de los siglos en la
celebración eucarística.
En la Misa Cristo continúa inmolándose
mística, pero realmente, por la salvación de los hombres, de tal modo que la
Iglesia puede orar: «te ofrecemos, Dios de gloria y majestad... el sacrificio
puro, inmaculado y santo, pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación» (PIeg.
euc. I); y todo fiel que adora a Cristo presente en las especies sagradas
puede decir: «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (GI 2, 20). Pero el amor
de Cristo desborda el mismo sacrificio, y así quiere que se complete con un
convite en el cual él mismo se ofrece en comida a los que le aman; y este
convite está tan unido al sacrificio, que éste no puede existir sin aquél.
Pues, en efecto, el Señor se inmola en el Sacrificio de la Misa cuando
«comienza a estar sacramentalmente presente, como alimento de los fieles, bajo
las especies de pan y vino» (Mysterium fidei, 17); y los fieles
participan con mayor plenitud en el Sacrificio cuando se acercan a la mesa
eucarística. La Eucaristía está tan ligada al Sacrificio, que las sagradas especies
«se conservan para que los fieles que no pueden participar en la Misa, se unan
a Cristo y a su sacrificio, por medio de la comunión sacramental recibida con
las debidas disposiciones. La participación en la cena del Señor es siempre
verdadera comunión con Cristo, que se ofrece por nosotros en sacrificio del
Padre» (Euch Myst. 3e. 3b).
La Eucaristía, sacramento de
amor que une a Cristo inmolado y resucitado, debe conducir a los fieles a vivir
su vida de amor, y por lo tanto su sacrificio para gloria del Padre y salvación
de los hermanos, hasta el día en que sean participantes para siempre de su
gloriosa resurrección. «En verdad, la participación en el Cuerpo y en la Sangre
de Cristo no se ordena sino a transformarnos en lo que comemos» (S. León M. Sr
63, 7).
✠ ✠ ✠
¡Oh, Trinidad eterna,
Trinidad eterna! ¡Oh fuego y abismo de caridad! ¡Oh, loco por tus criaturas!...
¿Qué provecho se te deriva de nuestra redención? Ninguno, pues no necesitas de
nosotros, tú que eres nuestro Dios. ¿A quién le aprovecha? Sólo al hombre. ¡Oh
inestimable caridad! Como te diste todo Dios y todo hombre a nosotros, así todo
entero te entregaste en alimento, para que, mientras peregrinamos en la vida,
no desfallezcamos por la fatiga, fortalecidos por ti, comida celestial.
Hombre, ¿qué te ha dejado tu
Dios? Te ha dejado a sí mismo todo entero, todo Dios y todo hombre, velado bajo
esa blancura de pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No bastaba el habernos creado a tu
imagen y semejanza, y habernos vuelto a crear por la gracia en la Sangre de tu
Hijo, sin llegar a dártenos en alimento todo entero, Dios, esencia divina?
¿Quién te ha obligado? No otra cosa que tu caridad, como loco de amor que
estás. (STA. CATALINA DE SIENA, Oraciones y elevaciones).
✠ ✠ ✠
Señor de las potestades..., a
ti te ofrecemos este sacrificio vivo, esta oblación incruenta; a ti te
ofrecemos este pan, figura del Cuerpo de tu Hijo único... Celebrando «el
memorial de tu muerte», ofrecemos este pan y oramos: Por este sacrificio sénos
a todos propicio, sénos propicio, oh, Dios de verdad... Y ofrecemos este cáliz,
figura de la Sangre...
Dios de verdad, venga tu
santo Verbo sobre este pan, para que el pan se convierta en el cuerpo del
Verbo; y sobre este cáliz, para que el cáliz se convierta en la Sangre de la
Verdad. Y haz que todos los que comulgan reciban el remedio de vida, para
curación de toda enfermedad, para robustecimiento de todo progreso y de toda
virtud, y no para que les sea de condenación...
Haznos dignos de esta
comunión, Dios de verdad, y da a nuestros cuerpos la castidad, a nuestras almas
la inteligencia y el conocimiento; danos la sabiduría, Dios de misericordia,
con la participación en el Cuerpo y en la Sangre. Porque tuya es la gloria y el
poder, por tu Hijo único en el Espíritu Santo, ahora y por todos los siglos de
los siglos. (S. SERAPION, de Oraciones de los primeros cristianos,
191. 192).
Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en “Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año”, 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.
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