Misterio de Esperanza

«Que tenga yo hambre de ti, Pan vivo,
bajado del cielo» (Jn 6,51). 

1.– Jesús ha dicho: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Este discurso no agradó a los judíos, que se pusieron a discutir, cuestionando las palabras del Maestro; pero él les replicó con más energía: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (ib 53). Las palabras son perentorias y no admiten duda alguna: el que quiera vivir tiene que comer el Pan de vida. El cristiano fue injertado en Cristo por medio del bautismo, recibiendo en él y por él la vida de la gracia; pero esa vida tiene que ser alimentada, y su inserción en Cristo ha de hacerse más profunda.

«Los fieles –enseña el Vaticano–, sellados ya por el sagrado bautismo y la confirmación, se insertan plenamente en el Cuerpo de Cristo por la recepción de la Eucaristía» (PO 5); ella perfecciona la obra de los otros sacramentos y alimenta de modo singular la vida de la gracia. Pues en este sacramento se verifica «el hecho extraordinario y único de la presencia del Autor mismo de la santidad» (Euch. Myster. 4), Cristo Señor, hecho comida, pan del hombre. «Madres hay muchas veces –dice S. Juan Crisóstomo– que, después de los dolores del parto, dan a criar sus hijos a otras nodrizas. No consintió eso el Señor, sino que él mismo nos alimenta con su propia sangre y por todos los medios, nos une estrechamente consigo» (In Mt 82, 5).

Y si la Eucaristía es el sacramento que incorpora el hombre a Cristo y lo une más íntimamente a él, es también el sacramento que une más estrechamente a los hombres entre sí. «Aun siendo muchos, como uno solo es el pan, un solo cuerpo somos los que de un solo pan participamos» (1 Cr 10, 17). La aspiración a la unión íntima y profunda con Cristo y el deseo de la unión sincera y cordial con los hermanos no son utopías ni vanas esperanzas, sino que corresponden a la voluntad de Cristo, el cual se da en alimento al hombre precisamente para asimilarlo a sí y para hacer de todos los que participan de su cuerpo y de su sangre, una sola cosa en él.

2.– Alimentando en los fieles la vida de Cristo, la Eucaristía alimenta en ellos una vida que no tiene término; uniéndolos a él que es la Vida, los libra de la muerte. Jesús ha dicho, en efecto: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54). Dice tiene vida eterna, no que la tendrá; porque la Eucaristía no sólo tiene poder de dar la resurrección el último día, sino que desde ahora da al hombre un germen de resurrección: «en este cuerpo caduco y deleznable... el Cuerpo inmortal de Cristo pone un germen de inmortalidad que germinará un día (León XIII, Mirae caritatis). La Eucaristía, memorial de la muerte del Señor, es también memorial de su resurrección. En ella Cristo alimenta a sus fieles con su carne inmolada, por ellos, pero ya resucitada y gloriosa: «carne vivificada por el Espíritu Santo y vivificante (que) da la vida a los hombres» (PO 5).

Considerada bajo este aspecto, la Eucaristía es verdaderamente el sacramento de la esperanza: esperanza de la vida eterna, donde la comunión con Cristo resucitado no tendrá fin. La Eucaristía prefigura, y anticipa el banquete escatológico en el reino del Padre» (Euch. Myster. 3ª). La comunión eterna con Cristo comienza aquí por la comunión eucarística, que es su prenda y preludio. Esto es lo que nos hace pedir la Liturgia en la fiesta del Corpus Christi: «Concédenos, Señor, saciarnos de ti en el convite eterno, que hoy hemos pregustado por el sacramento de tu Cuerpo y Sangre» (Misal Romano). Y como la Eucaristía prepara el banquete eterno, es por eso firme motivo de esperanza y de confianza en los trabajos de la vida. Cuando el camino se hace áspero por las tentaciones, luchas y dificultades, hay que recurrir a la Eucaristía, pan de los fuertes y de los puros. Recomendando la comunión diaria enseñaba S. Pío X: «Los fieles unidos a Dios por medio de este sacramento, reciben de él fuerza para frenar sus pasiones, para purificarse de las culpas ligeras en que diariamente incurren y para evitar las culpas graves a que está expuesta la fragilidad humana» (Scr. Trid. Synodus). Y S. Agustín exclama: «¡Oh qué misterio de amor!... Quien quiere vivir, sabe dónde está su vida y sabe de dónde le viene la vida. Que se acerque, y que crea…, para que tenga participación de su vida» (In Jo 26, 13).

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Oh Padre celestial, nos has dado a tu Hijo y lo has enviado al mundo por sola tu voluntad; y ahora tú, Jesús, quieres por la propia tuya no desampararnos, sino estarte aquí con nosotros para más gloria de tus amigos y pena de tus enemigos... Esta es la razón por la que tú, oh Padre, nos has dado este pan secretísimo, este mantenimiento y maná de la Humanidad, que le hallamos como queremos, y que si no es por culpa nuestra, no moriremos de hambre.

De todas cuantas maneras quisiere comer el alma, hallará en el Santísimo Sacramento sabor y consolación. No hay necesidad, ni trabajo, ni persecución que no sea fácil de pasar si comenzamos a gustar de los suyos.

Así que tenga quien quisiere cuidado de pedir el pan material; nosotras pidamos al Padre Eterno merezcamos recibir el nuestro Pan celestial de manera que, ya que los ojos del cuerpo no se pueden deleitar en mirarle por estar tan encubierto, se descubra a los del alma y se le dé a conocer, que es otro mantenimiento de contentos y regalos, y que sustenta la vida. (STA.TERESA DE JESUS, Camino, 34, 2. 5).

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Concédeme, Padre amorosísimo, contemplar abiertamente y por siempre a tu Hijo amado, que peregrino ahora en la tierra me propongo recibir escondido bajo los velos eucarísticos. Llévame a mí pecador al inefable banquete, donde tú, con tu Hijo y con el Espíritu Santo, eres para tus santos verdadera luz, saciedad plena, gozo completo y felicidad perfecta.

Que tu sacratísimo Cuerpo y Sangre, oh dulcísimo Jesús, sea para mi alma dulzura y suavidad, salud y fortaleza en toda tentación, gozo y paz en toda tribulación, luz y protección final en la muerte. (STO. TOMAS DE AQUINO, Oraciones).

Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en “Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año”, 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.

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