La oración es la respiración del alma en Dios. Sin ella, viene la asfixia. De ahí que haya tantas pobres vidas cristianas anémicas, como plantas raquíticas. Les falta el aire puro y el sol de Dios. La oración lo transfigura todo. El alma más banal, la más miserable incluso, pero que se pone a rezar con fervor, rápidamente está transformada en Dios. Los santos han sido, todos, hombres de oración. Es un hecho de experiencia. Tenían las mismas pasiones, las mismas debilidades que nosotros, pero sabían apoyarse en la fuerza misma de Dios. La santidad es la recompensa del alma que ora.
La misa es la hora por
excelencia de la omnipotencia de la oración. ¿No es ella Cristo suplicando por
su Iglesia? ¿Cómo podría el padre negar alguna cosa a su Hijo? «Siempre me
oyes»[1],
afirmaba Jesús. La epístola a los Hebreos nos describe en términos patéticos la
oración de Cristo en la tierra: empapada «de lágrimas»[2]
y elevándose a Dios «como un clamor» redentor; «cum clamore validos»[3],
acompañado a veces, como en Getsemaní, «de un sudor de sangre»[4],
añade el Evangelio. «No nos ha amado en broma», sino hasta entregarse a la
muerte por nosotros.
La misma fuerza de súplica
omnipotente brota también del Corazón de Cristo, escondido en la Hostia, para
su Iglesia militante. Se está allí continuamente «ante la faz del Padre a fin
de interceder en nuestro favor»[5].
Pide a su Padre por todos los pueblos y por todas las almas la aplicación de
las gracias de salvación merecidas en la cruz. La Misa hace pasar sobre cada
uno de nosotros todos los frutos de la Redención. En la hora del sacrificio
Eucarístico, el mismo Crucificado viene a cada uno de nosotros para
identificamos con Él en un mismo impulso de oración adoradora y redentora. La Misa,
es la misma oración del Crucificado prolongada en nosotros.
Cristo-Sacerdote ora por la
Iglesia, por todas sus necesidades materiales y espirituales. Ruega por sus
apóstoles, por sus sacerdotes, por sus vírgenes, por todos los suyos. «Padre,
yo no te pido que los saques del mundo, puesto que el mundo los necesita. Yo te
pido que los guardes de todo mal».[6]
¡Qué fuerza tan invencible si supiésemos en toda circunstancia refugiarnos en
la oración todopoderosa de Cristo! Tendríamos que repetirnos sin cesar: en este
momento Cristo intercede por mí junto al Padre. Ve mis esfuerzos, conoce mis
debilidades, sabe que tengo necesidad de su apoyo salvador. En las horas
difíciles, humanamente desesperadas, Él está ahí con su fuerza soberana para
ayudarnos a superar todas las dificultades. Nada es obstáculo para el alma que
ora.
La Iglesia, que lo sabe, no cesa
de volverse hacia Cristo en la Misa, uniendo su oración frágil a la
irresistible intercesión de Cristo junto a la Trinidad. «Tenemos un abogado
cerca del Padre»[7].
Es suficiente un llamamiento a Cristo para obtener en la tierra, de manera
ordinaria o milagrosa, la intervención de la Omnipotencia de Dios. La Misa, es
toda la Iglesia en oración uniéndose a la súplica de Cristo en un mismo
Espíritu de Amor.
En el instante del «Pater
noster», el Espíritu Santo mismo, el Espíritu del Padre y del Hijo viene a
nosotros para inspirarnos cómo hemos de rezar. Un mismo sentimiento de ternura
filial y de confianza sin límites ha de animar la plegaria de los cristianos
unida a la de Cristo. «Abba, Padre»[8].
Toda la vida de oración de la Iglesia está contenida en esta única palabra. A
través de los siglos no cesa de repetir: «Padre, tu gloria, tu reino, tu
voluntad, tu gracia, tu perdón, tu socorro, la liberación de todo mal». Amén.
¿Hay algo más sencillo y más sublime que el «Pater noster»?
Esta oración, que la Iglesia ha
aprendido del mismo Señor, constituye no solamente la fórmula más perfecta de
oración, sino también la síntesis de toda santidad. En la cima: la preocupación
primordial de la gloria del Padre y de la santidad de su nombre. Después, su
reino de amor y el triunfo de su gracia en nuestras almas, que nos transformará
en santos para mejor glorificarle. Y he aquí el cambio más rápido hacia la más
elevada perfección indicada en esta palabra decisiva: «Fiat!» El cumplimiento
de la voluntad de Dios, por amor, es la llave de toda santidad, pero con la
ayuda de su gracia, día tras día, esperando de nuestro Padre del cielo que nos
dé, como a sus hijos, «nuestro pan cotidiano», «sólo para hoy». ¿Por qué inquietarse
por el mañana? «Mañana, Dios se levantará antes que el sol» y proveerá de nuevo
a todos nuestras necesidades. Incluso nuestras perpetuas faltas no son ningún
obstáculo. Es suficiente confesarlas lealmente y ese Dios de misericordia
vendrá, Él mismo, a perdonar a sus hijos. En la hora de la tentación, Dios está
siempre allí, pero quiere que se le llame, Su gloria de Padre, ¿no
consiste acaso en salvar a todos sus hijos? Así, hora por hora, segundo por
segundo. Él nos libra de todo mal y nos conduce a la vida eterna para que
permanezcamos allí con Él y su Hijo en la unidad de un mismo Espíritu de amor.
¿Cómo no aspirar a ser un alma
de oración cuando se sabe que la oración pone a nuestra disposición la
Omnipotencia de Dios?
* De Marie
Michel Philipon O.P., en “La Trinidad en mi vida”, Barcelona – 1962.
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[2] Hebreos V, 7.
[3] Hebreos V, 7.
[4] S. Lucas XXII, 44
[5] Hebreos VII, 25 I Juan II, 1.
[6] S. Juan XVII, 15
[7] I Juan II, 1.
[8] Romanos VIII, 15 – Gálatas IV, 6.
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